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La repetición de los horrores

Casas destruidas tras un ataque aéreo israelí en el campo de refugiados de Rafah, Gaza.

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Tendemos a creer que ciertos desastres de la humanidad no se repetirán jamás. Que ciertos horrores permanecen para siempre enterrados en el pasado. Pero no es así.

Tomemos como ejemplo, de entre todas las colonizaciones, genocidios y barbaridades, algo relativamente reciente: las campañas de deportación y exterminio realizadas contra los nativos de América del Norte. No pretendo ignorar lo ocurrido en América del Sur durante la colonización española, simplemente es más antiguo, más desordenado y menos ejemplar (en el sentido de escarmiento). Lo del norte lo hemos visto, glorificado, en muchas películas.

La Removal Act de 1830, traducible como Ley de Traslado Forzoso, marcó el fin de los disimulos por parte del gobierno de Estados Unidos. Hasta entonces se habían respetado (teóricamente, no mucho en la práctica) los derechos legales y políticos de las tribus nativas. La ley de 1830, firmada por el presidente Andrew Jackson, canceló cualquier derecho de quienes llevaban siglos en el territorio. La región del bajo Mississippi ofrecía grandes riquezas, basadas en el algodón y los esclavos, y los “indios” molestaban. Se decidió expulsarles.

Las deportaciones fueron utilizadas como sistema de exterminio. El “camino de lágrimas” que recorrieron casi 60.000 cherokees (y 2.000 esclavos afroamericanos adquiridos por la tribu: siempre hay alguien más desgraciado) fue una marcha a pie de miles de kilómetros hacia el oeste. Los soldados elegían los días más fríos o calurosos para las caminatas más largas, no se alimentaba a los deportados y la violencia, incluyendo asesinatos caprichosos, era cotidiana. Fue una marcha hacia la muerte, como otras realizadas con otras tribus.

El presidente Jackson definió la operación con bastante cinismo: “Esto separará a los indios de los colonos blancos, los liberará del poder de los Estados, les permitirá buscar la felicidad a su manera y bajo sus propias instituciones rudimentarias […] y quizá les librará de sus hábitos salvajes”. 

Los militares hablaban con menos rodeos. Escuchen al coronel y pastor metodista John Chivington, autor de la masacre de Sand Creek en 1864: “Maldito sea quien simpatice con los indios. He venido a matar indios, y considero correcto y honorable cualquier forma de matar indios… Matarlos y arrancarles la cabellera, sean grandes o pequeños”. Davy Crockett, hoy héroe folclórico, se entusiasmó tras participar en la masacre de Tallushatchee: “¡Los matamos como a perros!”.

¿No les suenan estas frases?

A principios del siglo XVI, entre diez y quince millones de nativos vivían en América del Norte. A finales del siglo XIX sobrevivían menos de 300.000.

La deshumanización, la expulsión, la muerte. Palestina, hoy. Los ataques feroces de algunas tribus nativas justificaron, para los colonos recién llegados, el exterminio de todos los nativos. Palestina, hoy. A los nativos se les mataba con las armas o con el hambre. Palestina, hoy. Estamos viendo en directo, desde Gaza pero también desde Cisjordania, cómo se comete un genocidio. Cambien el “he venido a matar indios” del coronel Chivington por el “he venido a matar palestinos” de cualquier militar israelí y todo encaja.

En 1970 todavía se realizaban campañas de esterilización entre la población nativa.

La palabra “genocidio”, por cierto, fue acuñada en 1944 por Raphael Lemkin, un abogado polaco de ascendencia judía.

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