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El retorno de los salarios de subsistencia

Manifestación en Málaga ante la dificultad del acceso a la vivienda (archivo).

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Los precios desorbitados de la vivienda hacen prácticamente imposible que la mayoría de la población, especialmente los jóvenes, inicie o mantenga un proyecto de vida. No se trata únicamente de contar con un techo bajo el que cobijarse; las demás dimensiones de la vida, sobre todo la formación de una familia, quedan en suspenso. Este grave problema refleja el bajo nivel de los salarios reales en España, que probablemente se sitúan por debajo de lo que podríamos denominar el salario de subsistencia.

Los economistas clásicos sostenían que la dinámica del mercado capitalista conducía inexorablemente a que los salarios de la clase trabajadora se mantuvieran en un nivel cercano al de subsistencia. Figuras como Adam Smith, David Ricardo, Thomas Malthus y Karl Marx creían tan firmemente en esta idea que fue consagrada como la “ley de bronce de los salarios”.

Aunque el siglo XIX estuvo plagado de pobreza y hambre, el término “salario de subsistencia” no debe llevarnos a equívocos. No se refiere a las condiciones mínimas para la mera supervivencia biológica, como podría ser la ingesta de unas 1.500 calorías diarias para mantener el metabolismo basal. Por el contrario, alude a un mínimo social, un nivel de ingresos que permitiera a los trabajadores no solo sobrevivir, sino también formar una familia. El salario de subsistencia, por tanto, depende de las condiciones sociales de cada época. En la actualidad, por ejemplo, sería necesario incluir en esta noción tanto el coste de la vivienda como el del transporte que utilizamos para desplazarnos al trabajo. En esencia, el salario de subsistencia es aquel que permite a la clase trabajadora sobrevivir como mano de obra, sin lujos, pero con las necesidades básicas satisfechas.

Smith consideraba que el salario de la clase trabajadora tendía al nivel de subsistencia debido a la desigual capacidad de negociación entre trabajadores y empresarios. En tales condiciones, pensaba Smith, las decisiones de los empresarios para maximizar beneficios se traducían en la minimización de los salarios hasta el nivel más bajo admisible. Al fin y al cabo, los trabajadores son necesarios para el empresario, de modo que no puede reducir los salarios por debajo de un nivel que ponga en peligro la supervivencia de su mano de obra presente o futura.

El argumento de Malthus era, por otro lado, de carácter demográfico y se basaba en la relación entre población y alimentos. En su famoso principio de población, Malthus comenzaba argumentando que si los salarios subían, las familias trabajadoras podrían consumir más alimentos, lo que estimularía el crecimiento demográfico. A su vez, una población trabajadora más numerosa significaría una reducción del alimento per cápita hasta volver, nuevamente, al nivel de subsistencia.

En la teoría económica contemporánea, este concepto se considera anacrónico y no se le presta mucha atención. El desarrollo económico, el Estado del Bienestar y, sobre todo, el progreso técnico y la energía barata permitieron que, tras la Segunda Guerra Mundial, la clase trabajadora de Occidente mejorara notablemente sus condiciones de vida, superando con creces sus mínimos vitales. El fortalecimiento de los sindicatos, la construcción de servicios públicos que funcionan como un salario social (eliminando la necesidad de pagar por sanidad o educación) y, en definitiva, el aumento de los salarios reales permitió a los economistas olvidar las sombrías predicciones de sus predecesores clásicos.

Sin embargo, el neoliberalismo de las últimas décadas ha supuesto, en gran medida, un retorno a las condiciones sociopolíticas del siglo XIX. El ataque a la negociación colectiva, las políticas económicas basadas en la reducción salarial y la privatización de los servicios públicos, entre otras medidas, han provocado una disminución continuada del salario real. Las familias trabajadoras tienen cada vez más dificultades para hacer frente a los crecientes gastos cotidianos.

Como mencionaba anteriormente, la noción de salarios de subsistencia fue descartada por considerarse errónea. Malthus se había equivocado, ya que la producción agraria se ha multiplicado muy por encima del crecimiento poblacional. Esto es cierto, pero gracias a desarrollos tecnológicos altamente dependientes de la energía barata. La humanidad ha logrado multiplicar su producción alimentaria porque ha desarrollado instrumentos agrarios, como tractores y redes de distribución y transporte, además de fertilizantes, muy intensivos en energía fósil. Sin embargo, estas condiciones están cambiando debido a la crisis ecosocial, que además implica un cambio climático con efectos muy negativos en las cosechas de casi todo el mundo. En definitiva, las presiones inflacionistas ya se están produciendo en el sector agrario y es razonable creer que se intensificarán en el futuro. El fantasma de Malthus regresa, y las familias trabajadoras son las primeras damnificadas.

Por eso, el caso de la vivienda resulta aún más sangrante. En este ámbito, la crisis ecosocial no tiene un efecto tan evidente sobre el mercado. Éste se encuentra completamente descontrolado debido a la especulación que se produce con un bien de primera necesidad convertido en una mercancía más. Se ha cercenado la posibilidad de que las familias trabajadoras tengan una base sólida para sus proyectos de vida, todo ello para que grandes y medianos capitales amasen fortunas. Un sinsentido civilizatorio.

Hoy en día, las jóvenes familias trabajadoras dependen de ayudas externas, como las que reciben de sus padres, madres, abuelos y abuelas, para sobrellevar una situación que no ha dejado de complicarse. Si estas ayudas se retiraran, sería aún más evidente que los salarios reales están por debajo del nivel de subsistencia y que las condiciones relativas de vida de las familias españolas comienzan a reflejarse en el espejo del siglo XIX.

Mientras tanto, el Estado se ha abstenido de intervenir en el mercado por razones fundamentalmente ideológicas. El beneficio económico y social colectivo de intervenir en el mercado sería enorme, pero no se quiere hacer. No es un problema técnico, ni siquiera de eficiencia económica (los grandes capitales invertidos en el mercado inmobiliario serían más útiles en otros sectores de la economía española), sino simple y llanamente de ideología. 

La conclusión es ineludible: si las fuerzas progresistas no son capaces de abordar esta cuestión de raíz, elevando de manera efectiva los salarios reales, corren el riesgo de perder la confianza de una gran parte de la población que ya se encuentra al borde del desencanto. Aunque no sea una panacea ni garantice la reelección de un gobierno progresista, es prácticamente seguro que, sin una acción decidida en este frente, la izquierda verá severamente limitadas sus oportunidades de éxito político en el corto plazo. El desafío es claro: dar respuesta a las necesidades materiales más acuciantes de la clase trabajadora no es solo una cuestión de justicia social, sino también de supervivencia política para las formaciones de izquierda.

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