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El roce de la piel de los escritores

Ana García D'Atri

Editora y concejal socialista de Madrid —

La primera vez que me acerqué a un escritor estaba tumbada sobre la hierba y él no lo sabía: recorría su piel con mis dedos, cambiaba de postura, cerraba y abría las manos para ver si sus pensamientos se escapaban.

Conocí a Quiroga antes de ir al zoológico. Los flamingos siempre han tenido para mí su dolor en las patas rojas. Las almohadas, sus peligrosas plumas. Mi madre alternaba a Horacio Quiroga con Las mil y una noches, pero yo prefería los cuentos de sus autores, los del otro lado del charco. Ella nos los leía a la edad en que se forjan los primeros miedos y algunas ilusiones, y juntas leímos también Eisenhower y la tiqui-tiqui-tín. Recuerdo su voz, siempre teatral, musical. Y me leyó y me hizo leer una y otra vez Sábado de gloria. Nos encantaba.

De tal suerte que fue Sábado de gloria mi primera bofetada con un escritor. Mi admiración era de tal calibre que a mediados de los ochenta tuve la oportunidad de cruzarme en su camino en un lugar un tanto especial, un acto de la ONCE celebrado en algún precioso palacio madrileño. Para un lector absolutamente entregado, como era yo, me pareció la única oportunidad de decirle que su literatura era “el mundo”, “mi mundo”. Pasé toda la conferencia pensando la frase, la frase para decirle, mi obligación de decírsela, y cuando me puse de pie y corrí por si se iba, me acerqué y titubeé a su lado, “Sábado de gloria, sábado de gloria”, como si así fuera a mostrarme al menos una sonrisa. Era bajita, delgada y de voz escuálida. Mi voz ha tardado mucho en ser audible, así que hoy sé que no me oyó, pero no lo supe entonces. Después tuve oportunidad de leer y recitar a Benedetti. Nunca se lo dije; nunca más le dije nada de mi admiración. Le miraba, le escuchaba y seguía leyéndole.

La segunda bofetada, adolescente, me la dio mi admiradísimo Juan Marsé. Con sus Últimas tardes con Teresa había pasado un verano en París sin saber si había aprendido más frente al Pompidou o recorriendo con él las calles de Barcelona. Poco después, en el Círculo de Bellas Artes, acudí a verle, su imagen me parecía cercana, como su personaje, y, con algún pudor pero mayor interés, me acerqué y subí al estrado al terminar un acto. No llevaba la frase. No sé lo que le dije. No sé cómo me miró. Pero sé que salté del estrado y seguí leyendo toda su obra, admirándolo con un pequeño poso de frustración. Nunca se lo dije, en ninguna de las oportunidades que tuve de estar con él en el Majestic, ni en otros lugares.

Hubo otros antes. Hubo un viaje familiar a Barcelona a mis seis años en donde conocí a la Regàs editora, pero tampoco se lo he dicho nunca porque he comprendido que las necesidades de los autores y de los lectores coinciden en sus páginas, esa es su cita, ese su encuentro, esa su clandestinidad, esa su relación, ese su territorio.

Luego, pasados los años, ya como editora, he hecho muchas locuras, muchas: comprarme un gorro de baño, chanclas y bañador de nadadora para sumergirme en un jacuzzi y meter prisa con un original; viajar al Café de Flore, de Paris, a ver a un autor que podía ver en Madrid… Pero quizá mi recuerdo favorito sea el de una cita en la calle de Menéndez Pelayo, donde el autor me recibió con las persianas totalmente bajadas, la mesa puesta con muchas variedades y todas las copas que podía elegir con todo tipo de bebidas sin abrir. Me exigió que me lavara las manos nada más entrar, llevaba sus pies en unas grandes zapatillas y creo que las manos sin guantes, aunque no estoy segura. Al volver del baño, cuando me estaba preguntando qué quería tomar, vio que estaba ya bebiendo de su propio café, el que él se estaba tomando, y tras unos segundos en los que contemplé sus ojos abiertos de forma desorbitada, hicimos juntos otro café para él e iniciamos una conversación de esas que sólo he tenido con mis íntimos.

Desde entonces, pocas veces les digo a los autores que son buenos, que son muy buenos, que sus libros me han hecho, me han transformado. Pocas veces les doy las gracias. He estado en sus casas comiendo, cocinando, celebrando la Navidad, pero casi siempre charlando, algunas veces hablando de las fechas de entrega, de los anticipos, de las portadas.

Hoy les echo de menos. Echo de menos esa verdad tan suya, ese mirar para otro lado, ese hacer como que no quieren hablar de su libro, ese preguntarte por tu vida. Y por eso hoy quiero declararme desde aquí a todos ellos. Ellos saben quiénes son. No puedo enumerarlos porque no son nombres, ni mucho menos números, son como el césped en mi infancia, el tomate partido de la casa de Rosa Regàs, la alfombra que manché de azul en casa de Carmen Posadas, las criadillas que me comí con estupor en casa de Antonio Gala, el té a medias con Pombo en una parada de viaje, las ciruelas de la casa de Umbral, el gato en casa de Carmen Rigalt y, desde luego, son sus páginas, el sonido de la tiqui-tiqui-tín dicho por mi madre en voz alta cada vez que miro al inagotable Bryce Echenique en sus noches de insomnio.

Mi admiración por todos ellos es muy grande y nace desde antes de conocerlos, provocada por ellos, por ese tacto al roce de la piel de sus páginas: por esa magia llamada Literatura.

Como escribe Carmen Posadas en sus dedicatorias, nos reencontraremos, sea o no en páginas de papel. O eso espero.

Gracias. A todos ellos, los escritores, que nos dejan rozar su piel.

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