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Teresa de Ávila y la mística del consumo

Manuel Fernández-Cuesta

Por más que insistan las diferentes familias del liberalismo, desde los melifluos socialcristianos hasta los gallardos fundamentalistas, no parece que el capitalismo, en su fase actual de agitación y crisis, sea ya compatible, ni siquiera, con la “democracia de superficie” o democracia de consumo que venden, en los centros comerciales del poder, como marca blanca de la vida.

Nacida después de la Segunda Guerra Mundial y asociada al sistema de partidos, la era del consumo, primera manifestación de la posibilidad de ascenso social dentro del fordismo, se diluye, pierde fuerza, a medida que la estratificación inherente a la economía de producción fabril desaparece, las instituciones bancarias niegan préstamos con interés de usura y aumenta el desempleo. Si a esto se añade la destrucción de la protección pública, hija del pacto capital-trabajo, la merma gradual de derechos adquiridos y las reformas estructurales que reducen el estado a gestor de burocracias, el desánimo aumenta.

Este es el contexto en el cual el consumo cotidiano, hasta ahora bálsamo de Fierabrás de tensiones políticas, se ha convertido en una mística del consumo, sublimado por imposible, con la idealización (culpable) de un floreciente pasado; y las llagas, vestigios de la neurosis colectiva, se tornan letras impagadas. La pérdida de confianza en el porvenir, la ausencia de futuro, conlleva, de facto, el descrédito de las instituciones políticas incapaces de garantizar el conocido modo de vida. La caída del consumo estandarizado y el violento ataque a los derechos fundamentales están generando sociedades low cost y movimientos de protesta, algunos sectoriales, que no consiguen articular una alternativa global al modo de producción inmaterial y su exacerbada y narrativa subjetividad. Si el paraíso terrenal era asociado al consumo de bienes, única justificación de la desigualdad del modelo neoliberal, el tiempo del purgatorio, privados del principio del placer inmediato, se ha vuelto presente eterno.

Devota de los libros de caballerías, devota luego de dios hasta el extremo del delirio y la alucinación, escritora (temerosa del poder eclesiástico y, por tanto, autocensurada) de pulcro castellano cervantino, sencillo y elegante, Teresa Sánchez de Cepeda Dávila y Ahumada (1515-1582), nombrada doctora de la Iglesia católica en 1970 por Pablo VI, enferma, mística y mujer nacida para la acción (y la herejía) inaugura, en pleno siglo XVI, la ruptura, el primer corte epistemológico profundo con la doctrina de Iglesia: la necesidad de saber, por experiencia directa, más allá de la mediación de la norma.

Teresa pretende consumir dios, entrar en dios, vivo sin vivir en mí, sin pasar por el cedazo infantil que propone el canon, igual que las clases medias han deseado consumir bienes como si fuera el estigma revelador de su propia identidad. Frente a la pobreza y el silencio, camino de perfección ascético que Teresa de Ávila impone entre sus fieles para alcanzar el sentido pleno de la divinidad, el cuerpo social ha optado por asumir el ruido (que impide cualquier forma de comunicación) y la opulencia. Sinónimos, en este y otros muchos casos, dios y el capital, que muero porque no muero, permanecen inaccesibles revelándose solo con apariciones y visiones, en el caso de la fundadora de las Carmelitas Descalzas, o con la distinción, vinculada al lujo y la exclusividad.

La concepción mística de Teresa de Ávila supondría, en este esquema consumista, la culminación absoluta de la cercanía, ser uno, con su creador, del mismo modo que la alta burguesía, que comparte escena económica, muy a su pesar, con personajes de la esfera del show-business, alcanza también su particular éxtasis en el acercamiento a lo único: una existencia, sin reproducción posible, hecha a medida. Las dos místicas, si se analizan despacio, desean una comunión directa, sin intermediarios, con lo distinto, bien sea por la vía de la oración, bien por la senda del precio. Que la jerarquía católica vigilara de cerca a Teresa de Ávila, siempre al límite de lo permitido, es prueba de que la radicalidad de sus enunciados. Que las clases medias, ahora empobrecidas, creyeran que el consumo -incluso el exclusivo- era un trampolín social, muestra el desconocimiento por parte de este nutrido grupo, ahora pauperizado, del sentido original de la lucha de clases en el capitalismo.

Inmersos en un régimen de exigua participación política, fragmentado el discurso y, por tanto, las formas de vida, esta democracia de consumo se ha convertido en la expresión dominante de la potencia del mercado, actitud comparable al arrogante comportamiento de la Iglesia ante la fundación, gracias a la tenacidad de la abulense, de numerosos conventos (demasiados, a juicio de sus detractores) donde el incendiario amor a dios, entendido como conexión singular, diversa, primaba sobre los valores del orden establecido. Fémina inquieta y andariega, al decir de Suárez, Provincial de los jesuitas en 1578, la lectura mística de la realidad, al límite del panteísmo, al límite de la histeria, que lleva a cabo Teresa de Ávila sería comparable, hoy, al proceso de alienación de la población provocado por la aceleración del capital, brusco e inesperado movimiento, turbocapitalismo, que ha dejado a millones de personas, sin salir de Europa, a merced de las salvajes corrientes de la incertidumbre.

Igual que el consumo en las sociedades desarrolladas de los años 60 era inequívoco signo exterior, visible, de calidad de vida, ahora, mutado en estímulo psicológico, satisface la caótica hipersubjetividad, la condición del ser humano desamparado. Entre la neurosis y el narcisismo (del consumo de dios) transcurre la vida de Teresa de Ávila, cuya urgente necesidad de emociones puede ser comparada con la redención que provoca en el consumidor actual la satisfacción de su ego desmembrado. Los mitos -dios o el consumo, dios o el capital- adquieren dimensión mágica, ajena a la lógica cultural de su propio contexto histórico, en momentos de turbación: la Reforma del siglo XVI, con su deseo de vuelta al cristianismo primitivo -sin interferencias eclesiales- en el caso de Teresa, o el final de un ciclo de expansión, con la quiebra del rígido fordismo, en el caso del actual capitalismo avanzado.

En este estado de cosas, condenado el cuerpo social al miedo y a los psicofármacos, la democracia resulta ya, en los países europeos sometidos a la dictadura financiera, una opción imposible, vieja utopía, acercándose, a grandes pasos, eso que I. Wallerstein denominó “una especie de fascismo democrático”, una forma-estado donde las élites determinarán el grado de integración social de la mayoría. Mística de dios y mística del consumo coinciden en los efectos secundarios: extrañas transferencias. Atribulada por sus confesores, deseosos de poner fin a su comunión con dios, Teresa de Ávila escribe en el Libro de la vida (segunda versión, 1565): “Otras veces estoy de manera, que ni siento vivir ni me parece ha gana de morir, sino con una tibieza y oscuridad en todo…”, palabras que bien podría escuchar, al hilo de la pérdida de confianza en la democracia de consumo, debido a la extrañeza de la vida impuesta por el mercado, cualquier terapeuta en su consulta.

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