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Cátedra de estupidología

El arzobispo Cañizares, durante una entrevista

Juan Torrens Alzu

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No creo que sorprenda demasiado si califico a la estupidez como uno de los motores de la evolución humana. Habrá quien me contradiga remarcando que ha sido la inteligencia la característica que ha propiciado el desarrollo de nuestra especie pero no hay que olvidar la contribución de la necedad a lo largo de la historia y la abundancia de tontos de solemnidad en el presente, algunos incluso dirigiendo los destinos de algún país cuando no del mundo.

Siendo pues la estulticia fuerza innata tan poderosa y universal que no precisa instrucción ni aprendizaje, parece increíble que todavía nadie haya dedicado una cátedra al estudio y desarrollo de la estupidología, la neciología o la idiotología, o cuál sea el término adecuado para tal disciplina, dedicada a profundizar en la erudición y arcanos de esta común instrucción. Se dice que “de genios y locos todos tenemos un poco” y nadie se salva de cometer tonterías, aunque ninguno nos reconozcamos como idiotas y quede patente que la memez esté tan bien distribuida, geográfica, generacional, social y profesionalmente, no faltando casos a diario en medios de comunicación y redes sociales. Bien es cierto que hay distintas intensidades de sandeces pero el estúpido rara vez se reconoce y es poco probable que la majadería venga en dosis modestas.

Así como las declaraciones extemporáneas y disparatadas han tenido una repercusión moderada mientras periódicos, radios y televisiones eran propias de los gestores de la cosa pública, la moral y el orden social, en la actualidad, con la proyección universal e inmediatez que dan las nuevas tecnologías, los idiotas y las idioteces han conseguido una trascendencia y un protagonismo inusitados y, por supuesto, totalmente inmerecidos. Pareciera que, gracias a esta democratización en la difusión de los mensajes, todas las opiniones fueran igual de válidas equiparando la sesuda erudición de un premio Nobel con la irreflexiva ocurrencia de un extraviado mental.

Viene ello al caso, no sólo por las declaraciones del arzobispo de Valencia y ex vicepresidente de la Conferencia Episcopal en las que asegura que “la vacuna que se está investigando para la erradicación de la Covid-19 está confeccionada por el demonio con fetos abortados”, sino también por la manifestación convocada por los autodenominados “Héroes del planeta”, “contra los psicópatas de la nueva (a)normalidad y sus secuaces del negocio del miedo”, a la que se adhirieron negacionistas de la pandemia, antivacunas, conspiranoicos, terraplanistas e incluso “Médicos por la verdad”, se supone que colegiados aunque, probablemente, inclinados a otras “para-medicinas” más espirituales y lucrativas. No serán pocos los galenos que se habrán revuelto en sus tumbas y no digamos en sus consultas.

Nadie estamos libres de cometer insensateces, necesitamos una alta opinión de nosotros mismos y disimular la realidad negando, olvidando o justificando nuestras propias faltas y exagerando las del prójimo. Porque la estulticia está emparentada con el orgullo, la vanidad, la credulidad, el temor, el prejuicio, la risa... ¿cómo imaginar una humanidad sin avaricia, sin cólera o envidia? ¿qué mundo sería éste si no hubiera pasiones, melancolía, locura? ¿dónde quedarían el sarcasmo y la risa en una sociedad sin paradoja? ¿tiene cura la estupidez? Los entendidos aseguran que para combatir la idiotez, sobre todo la propia, lo mejor es leer sin descanso, escabullirse de las discusiones con estúpidos y aislarse y buscar espacios y actividades tranquilas, solitarias y silenciosas, así evitaremos la expansión de nuestras estupideces y no contagiarnos de las ajenas; más o menos como con la Covid-19.

Decía Schiller que “contra los necios hasta los dioses luchan en vano” y digo yo si, así como hemos aprendido a conseguir energía a base de compost y detritus, no podríamos aprovechar de alguna manera el inagotable potencial de la estupidez humana. Seguro que daba para acabar con el hambre en el mundo, el calentamiento global, las guerras, la explotación de las personas, la crisis económica... y aún sobraría energía para las luces de navidad.

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