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La cultura como jarrón
La cultura atraviesa una paradoja incómoda: nunca ha estado tan presente y a la vez ha sido tan irrelevante para tantas personas.
Festivales, inauguraciones, cifras récord de visitantes, titulares triunfalistas. Y, sin embargo, una desconexión creciente entre el sistema cultural y la vida real de quienes quedan fuera del relato: personas en situación de exclusión social, con problemas de salud mental, con enfermedades crónicas o simplemente sin acceso simbólico a ese supuesto “bien común”.
Hemos confundido cultura con entretenimiento y política cultural con programación.
En ese proceso, el arte ha perdido su capacidad de mediación social y se ha convertido, demasiadas veces, en decoración institucional.
El arte no nació para tranquilizar.
Nació para nombrar lo que duele, lo que incomoda y lo que aún no sabemos explicar.
Defender el arte como herramienta social no significa reducirlo a un instrumento. Significa reconocer su potencia como lenguaje, como espacio de encuentro y como dispositivo de pensamiento crítico.
Cuando el acceso a la cultura se diseña desde la élite, la exclusión no es un efecto colateral: es una consecuencia directa.
Y cuando el riesgo, la experimentación o la fragilidad se eliminan del discurso artístico por miedo a no gustar, lo que queda es una cultura inofensiva. Y, por tanto, prescindible.
Necesitamos recuperar una idea de cultura que no tenga miedo al conflicto ni al proceso.
Una cultura que dialogue con la tecnología sin prejuicios.
Que entienda la creación artística como un espacio de cuidado, pero también de confrontación.
La cultura no es un lujo.
Es una responsabilidad colectiva.