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La honradez como anomalía

José Luis Piqueras

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España tiene la mala costumbre de devorar a sus hijos decentes mientras sienta a la mesa a pillos y bufones. En la política nacional, dada al navajazo y la componenda, existe una ley implacable: la honradez se paga con el ostracismo o la mofa de los mediocres.

Revisar hoy a Julio Anguita, con el humo de la batalla disipado, es un ejercicio de añoranza por una integridad perdida. En el griterío actual, el viejo maestro se alza como una columna dórica en un vertedero. No era un político que mudara de piel según las encuestas; era un docente con la lección aprendida: la ética no se negocia y la austeridad es el precio de la libertad.

Convirtió en bandera la sentencia de un jornalero andaluz que, ante la coacción del señorito, respondió: “En mi hambre mando yo”. La frase resuena como un puñetazo en la mesa. Es la divisa de la dignidad frente al cacique, un recordatorio incómodo cuando la libertad se confunde con el consumo. Anguita advertía: la soberanía empieza por tener lo suficiente para no venderse.

El mapa de nuestra democracia reciente es desolador. Salvo el paréntesis de José Luis Rodríguez Zapatero —cuyo ejecutivo, juzgable por su gestión, no cayó carcomido por el saqueo—, la historia del poder en España es una crónica de tribunales. El felipismo terminó ahogado en cal viva y fondos reservados; el aznarismo y sus sucesores incubaron tramas sistémicas como la Gürtel, que ejecutaron políticamente a Rajoy.

En ese lodazal, Anguita molestaba. Fue de los pocos que rompió el pacto de silencio sobre Juan Carlos I, llamándolo “ciudadano Juan Carlos” para despojarlo de impunidad y sentenciando con lucidez: “Es un pícaro que podía cantar y le han buscado la salida de hacerle inviolable”. Y ante la abdicación, no aplaudió; exigió que el Rey explicara el porqué de su marcha, negándose a que la Jefatura del Estado se abandonara sin rendir cuentas.

¿Qué ocultaban décadas de silencio? No era lealtad, era negocio. Una trama de intereses que blindó al monarca para proteger privilegios. La coartada fue tratarnos como menores de edad bajo el chantaje de que, sin Corona, llegaría el caos. Una mentira indigna para un pueblo adulto, capaz de sostener su democracia sin tutelas.

Hoy el escenario es peor. Asistimos a un espectáculo donde se hace política desde los estrados judiciales, pervirtiendo un pilar que debería ser independiente, y donde el cuarto poder, la prensa, ha cambiado demasiadas veces la tinta por la trinchera, convirtiéndose en panfleto de parte. La verdad es la primera víctima.

Pero lo más aterrador de su legado es el espejo que nos puso delante. “No me dan miedo los tanques, me da miedo el silencio de los pueblos”, repetía. Sabía que la tiranía se impone por la inhibición de la “cosa pública”. El silencio de los españoles, esa retirada a la comodidad privada mientras se desmantela el bien común, es el cáncer que nos corroe.

Ese vacío moral, donde robar se percibe como picardía, tiene consecuencias. Cuando la democracia se ensucia, surgen los oportunistas de la nostalgia autoritaria. Pescadores en río revuelto que aprovechan el hartazgo para vender la vuelta a valores oscuros, prometiendo orden donde solo hay saqueo.

Anguita pertenecía a esa estirpe casi extinta de hombres austeros y rectos, herederos de Pi y Margall, Fermín Salvochea o Julián Besteiro. Murió como vivió: sin ruido, pero dejando un estruendo en la conciencia. Usando las palabras del poeta, su honradez no era un adorno, sino aquello necesario como el pan de cada día; lo que no tiene precio. Una herramienta de supervivencia.

Ahora que no está, su memoria es la única venganza de los justos frente a un sistema que premia la sumisión. No era perfecto, pero era verdad. Y en la España de hoy, ser verdad es como mantenerse de pie en un mundo que ha decidido vivir de rodillas.