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La revuelta de la España vaciada

Sotuélamos (Albacete); casas despobladas / Foto: Javier Robla

Raúl Mínguez Blasco

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El próximo domingo 31 de marzo tendrá lugar en Madrid una manifestación que llevará la voz tantas veces olvidada de los pueblos y las provincias más despobladas del país a la capital del Estado. Por el momento, a esta manifestación se han adherido casi 70 entidades sociales de 22 provincias. Sus organizadores, las plataformas ciudadanas “Teruel Existe” y “Soria Ya”, ya consideran un éxito el gran eco que ha tenido su convocatoria y prevén reunir en Madrid a unas 100.000 personas en lo que se presume será una manifestación histórica.

Desde luego, la lengua y las palabras que la conforman no son elementos neutrales o asépticos y, en ese sentido, es evidente que no es lo mismo hablar de “España vacía” que de “España vaciada”. Mientras que la primera expresión describe simplemente una situación, la segunda apela a una serie de causas o razones. Si existe una España vacía es porque ha sido vaciada por algo o por alguien. Está claro que no se pueden obviar las razones de carácter geográfico: relieve accidentado, clima extremo, etc., pero no son las únicas que explican la baja densidad de población de estas regiones. Por poner un ejemplo claro: el pico de población en la provincia de Teruel se alcanzó en 1910 con más de 260.000 habitantes. En la actualidad, viven en la provincia poco más de 130.000 personas, la mitad de la población de hace un siglo. Como Teruel, otras provincias del interior peninsular se vieron gravemente afectadas por los procesos migratorios ocurridos durante el desarrollismo franquista, donde miles de personas se vieron obligadas a emigrar a las zonas urbanas e industriales del país ante el declive de la agricultura y la ganadería y la falta de oportunidades de sus tierras de origen.

Con la restauración de la democracia en 1978, la situación no ha mejorado. Cientos de pueblos han desaparecido o están en vías de extinción y el índice de envejecimiento en los que todavía sobreviven es muy elevado por lo que el futuro para ellos no es nada halagüeño. Se podría justificar esta situación como un efecto negativo pero necesario de la modernidad, un peaje que se ha tenido que pagar para la conversión de España en un país moderno y avanzado. Para muchos, que observan la realidad del mundo rural desde la miopía de las grandes urbes, se trata de una cuestión de nostalgia. Para otros, que observamos esta realidad desde el conocimiento de vivir o haber vivido en estas comarcas, se trata de una cuestión de justicia. Todas las ciudadanas y ciudadanos de un país deben contar con unos derechos y oportunidades básicos para poder desarrollar su vida con normalidad pero es evidente que esto no se cumple en lo que algunos geógrafos han denominado la Laponia española por su bajísima densidad de población. Y aquí no sirve como pretexto apelar a las siempre socorridas razones climáticas u orográficas sino que hay que dirigir las miradas a la raíz del problema: la escasa o nula voluntad mostrada por la administración central y algunas administraciones autonómicas para dotar a estas comarcas de unos servicios mínimos: ambulatorios con atención primaria continua, escuelas e institutos, infraestructuras, medios de transporte públicos, conexión rápida de Internet, etc.

Pero impedir que muera el campo español no es solo una cuestión de justicia, es también una cuestión de futuro. Los efectos de la superpoblación en las grandes ciudades resultan cada vez más visibles y nocivos para los habitantes que las habitan: contaminación, masificación de los servicios públicos, escasez de vivienda, aumento del tráfico, etc. Promover desde los gobiernos central y autonómicos medidas que incentiven la actividad económica en el medio rural y, por tanto, el trasvase de población a estas comarcas no solo resultaría beneficiosa para ellas mismas sino que también contribuirían a aliviar muchos de los problemas de las áreas urbanas.

Facilitarían, además, la transición hacia un modelo económico más sostenible y que podría luchar con más garantías frente al cambio climático.

Las próximas elecciones generales constituyen, de nuevo, una oportunidad para hacer realidad las reivindicaciones de una España vaciada cada vez más cansada de escuchar promesas que nunca se cumplen. Pero en esta ocasión, hay un elemento novedoso. Según los sondeos de las encuestas electorales y la opinión de varios analistas políticos, los escaños de las provincias con menor población van a resultar decisivos en las elecciones del 28 de abril. En ese sentido, bien harían los partidos de izquierda en escuchar y tomarse muy en serio las demandas que se oirán en la manifestación del próximo domingo. Deben ser capaces de conectar con el electorado de la España vaciada y añadir en sus propuestas para reducir o acabar con las diferencias de género o de riqueza las que se derivan de vivir en el campo o en grandes ciudades. Podría ser, quizá, la última oportunidad de impedir que este electorado, descontento y frustrado con la clase política, se muestre mayoritariamente receptivo a los cantos de sirena de una derecha autoritaria y uniformista que apela a las supuestas tradiciones inmemoriales del mundo rural, como la caza o la tauromaquia, para esconder su falta de alternativas de futuro para la España vaciada.

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