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Relato del naufragio del transatlántico Ciudadanos contado desde la sala de máquinas del barco

Albert Rivera y Xavier Pericay en un acto electoral en Baleares.

Iñigo Sáenz de Ugarte

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Cada vez que un político afirma que su partido aspira a atraer lo mejor de la sociedad civil, alguien debería echarse a temblar en algún sitio. Pensemos en la persona sin experiencia política en quien quizá piense un líder para sus listas electorales o un puesto en la Administración. Si ese partido es Ciudadanos, antes de salir corriendo o decir que sí, sería conveniente que leyera el libro '¡Vamos?' (Editorial Sloper), de Xavier Pericay, que fue portavoz parlamentario de Ciudadanos en Baleares de 2015 a 2019.

“Para triunfar en política, para alcanzar el poder, hay que saber mentir y engañar. Quien vaya con la verdad por delante lo tiene crudo, por no decir que tiene los días contados”. Es cierto que lo escribe en relación a la biografía de Fouché (ministro de Policía con Napoleón, superviviente de varios regímenes), pero ese pesimismo tan amargo se extiende a la descripción que hace de su paso por la cúpula del partido. El libro se subtitula “Una temporada en política”. La lectura permite sugerir otro –una temporada en el infierno– si no fuera porque la idea se le ocurrió antes a Rimbaud.

Pericay fue uno de los quince intelectuales que firmaron el manifiesto que propulsó la fundación de Ciudadanos. Como alguien que era filólogo, profesor y experto en la obra de Josep Pla, su papel político iba a concluir ahí. Circunstancias fuera de su control, sobre todo el hecho de que el partido no contaba con nadie para encabezar la candidatura autonómica en Baleares, hicieron que diera un paso al frente de forma un tanto reticente.

Era por tanto un político accidental con lo que ya estaba en desventaja. Los tiburones –aquellos que se profesionalizaron con rapidez– no tuvieron problemas para engullírselo. Perdió las primarias para volver a presentarse a las autonómicas de 2019 y en julio dimitió de su cargo en la Ejecutiva.

Pocas veces alguien que ha estado dentro de la maquinaria de un partido decide contar luego lo que ha visto y enseñar las cicatrices que le han quedado en el cuerpo. Tampoco se estila anunciar que el rey estaba desnudo mientras los cortesanos no cesaban de elogiar la calidad de su vestuario. Pericay vulnera ese acuerdo implícito de no sacar fuera los trapos sucios con los que los mediocres consiguen que perviva la forma de hacer las cosas que les ha permitido prosperar.

No hay muchos partidos que resistan la comparación entre sus mensajes hacia fuera y su realidad interna. Ciudadanos no es una excepción. El relato de Pericay no ahorra en detalles al comparar el discurso público (liberal, abierto a la sociedad civil, empeñado en defender la meritocracia) con lo que ocurría cuando se cerraban las puertas. Ahí se imponía una disciplina férrea, el secretario de Organización, Fran Hervías, contaba con una red de confidentes por toda España –los secretarios de Organización locales– que le mantenían informado sobre cualquier atisbo de disidencia, y todos estaban absorbidos por el “culto a la personalidad” del líder. Esto último, en expresión literal de Pericay.

Albert Rivera ha sido el único líder que ha tenido Ciudadanos. El ascenso del partido hasta el fiasco de las elecciones de noviembre ha estado ligado a su figura, omnipresente en los medios. La prensa de Madrid decidió durante un tiempo que era el salvador de la Constitución en España y hasta los medios más cercanos al PP lo trataban con algo más que respeto. La traducción interna de tanto elogio exterior era evidente: “Ciudadanos se conformaba como un partido fuertemente jerarquizado, de una verticalidad que para sí hubieran querido, pongamos por caso, los mismísimos sindicatos franquistas”, escribe Pericay.

El viaje de Rivera hacia el poder absoluto empezó mucho antes de que acapara titulares. En noviembre de 2006, debía dar su primer gran discurso en el Parlament en la sesión de investidura de José Montilla. Albert Boadella, Arcadi Espada y Xavier Pericay se ofrecieron a ayudarle con el texto de la intervención. En vano. Con 27 años, Rivera ya no necesitaba la ayuda de nadie. “No me cabe la menor duda de que aquel día Albert Rivera tenía ya formado el propósito de desprenderse de la tutela que nuestra condición de abajofirmantes del primer manifiesto podía conferirnos”.

La política es para los valientes, no para los tímidos. Pero si los valientes terminan consumidos por el yo, yo, yo y no aceptan opiniones contrarias a la suya, acaban encerrados en su fortaleza y pensando que cualquier opinión divergente es sinónimo de traición. “Para alguien como Albert, sólo valían las opiniones corroborativas. Y no digamos ya si encima eran encomiásticas. Cuando no eran ni lo uno ni lo otro, cuando se apartaban del análisis que él había hecho o de la línea que él había trazado, se arrinconaban sin miramiento alguno”.

El jefe del aparato policial

Todo líder máximo necesita a alguien que se ocupe de meter en cintura a los que dudan. Siempre hay disidentes. Si no los hay de forma evidente, se crean para justificar la influencia del aparato policial. Esa función correspondía a Fran Hervías, que ha sido durante una década el principal guardaespaldas de Rivera en el partido. Pericay ha esperado a este momento para ajustar cuentas con Hervías, que ha dejado a su paso unos cuantos cadáveres.

“En consonancia con ello, Hervías se jactaba de no leer libros. De ahí que a la hora de rodearse de acólitos su predilección recayera en los culturalmente yermos, o sea, en los bien llamados herbívoros, en tanto en cuanto no comen carne de libro”. Si ya los escribían, como es el caso de Pericay, debían de ser incluso más peligrosos.

Hervías dimitió como secretario de Organización, pero es de esas dimisiones muy livianas, porque sigue ocupando la misma función en la gestora. Continúa minando el poder de Juan Marín, vicepresidente de la Junta andaluza, con la ayuda de su esposa, la exdiputada Virginia Millán, que se hizo famosa por protagonizar una de las peores intervenciones televisivas que se recuerdan en una campaña. No pareció poner en peligro su futuro político.

Entre medias, en Ciudadanos había espacio para la extravagancia de los nuevos tiempos. El partido era un laboratorio de candidatos con el que preparar a políticos noveles y en general muy jóvenes para enfrentarse a la realidad con técnicas que pasan por modernas. No era suficiente con saber hablar ante la cámara o escabullirse ante las preguntas de los periodistas. Sí, también recurrían a eso en lo que están pensando. “Albert había descubierto el coaching, Inés tras él, y los dos estaban convencidos de que los demás no podíamos sino beneficiarnos de la experiencia”. Imagina lo que hubiera dicho Mariano Rajoy con un puro en la mano.

La arrogancia en su lento pero seguro camino hacia la soberbia tuvo su momento culminante tras el éxito de las elecciones de abril. Rivera y su “sanedrín” sabían exactamente qué iba a pasar a partir de ese momento. Ya habían patinado antes con la moción de censura, que trastocó por completo sus planes, porque pensaban que Rajoy se iba a adelantar con su dimisión o la convocatoria de elecciones (qué poco le conocían). No sacaron lecciones de ese error, porque –al igual que con el procés– la idea entre los dirigentes era que todo era bueno para Ciudadanos, tan convencidos estaban de su imparable llegada al poder. Si ocurría lo que tenían previsto, perfecto. Si el desenlace era distinto, aún mejor.

Después de abril de 2019, unos pocos dirigentes reclamaron una revisión de la política de alianzas, desmentir la foto de Colón y buscar un acuerdo con el PSOE que contaría con mayoría absoluta en el Congreso. El no rotundo de Rivera acabó con Toni Roldán y otros fuera del partido, las dosis habituales de triunfalismo y un acto público con todos los dirigentes a mayor gloria del rex imperator.

Lo que la gente como Roldán o el mismo Pericay no admiten es que después de haber demonizado a Pedro Sánchez como una pesadilla para España desde la moción de censura –“un peligro público”, repetían constantemente Rivera y Arrimadas– era difícil girar el barco en redondo para navegar en sentido contrario. Iban directos hacia el iceberg contra el que chocaron en noviembre.

Aún siguen buscando a los supervivientes.

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