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Otras municipales para la historia

Preparación de las urnas para las elecciones del 24M. / AP Photo/Emilio Morenatti

Antón Losada

La elecciones municipales siempre han significado en España algo más que unos comicios locales. Unas municipales trajeron la República y mandaron a Alfonso XIII de Borbón al exilio en 1931. Otras municipales convirtieron al PP en el partido más votado y marcaron el principio del fin del felipismo en 1995. Unos comicios locales y autonómicos anunciaron el fin del ciclo del socialismo de Zapatero en 2011. La Ciencia Política nos recuerda, con razón, que los resultados de unas municipales no deben extrapolarse sobre unas hipotéticas elecciones generales porque los votantes deciden cosas diferentes y valoran asuntos distintos. Pero la historia nos dice, también con razón, que suelen representar un aviso que pocas veces falla.

En estas elecciones municipales de 2015 conviene estar atentos a las señales que las urnas, como si fueran posos de té, puedan emitir respecto a tres incertidumbres que ahora mismo tienen revuelta y alterada a la política española. La primera es si el bipartidismo muere de una vez o sigue agonizando sin fecha clara de caducidad. La segunda se refiere a la posible renovación de la vieja política por otra nueva con actores y líderes nuevos. La tercera afecta a la continuidad o no del papel central de los nacionalismos como bisagras en la política española y su posible relevo por fuerzas de carácter estatal.

No se acaba con el bipartidismo tan fácilmente. En estas o cualquier otras circunstancias los comicios municipales y autonómicos de 2015 iban a suponer, inevitable y casi naturalmente, un reequilibrio del mapa del poder local en España. Los populares sabían que resultaba por completo insostenible el abrumador dominio alcanzado en 2011, cuando todo el mapa se tiñó de azul y apenas quedaba algo que no gobernasen. Los socialistas confiaban en la tendencia instintiva del electorado a equilibrar, por pura supervivencia, el reparto de poder. El equilibro es la mejor manera de impedir que el exceso de mayoría absoluta se traduzca en un abuso o en una estupidez igualmente absolutos. En el mundo feliz del bipartidismo la disputa se limitaba a saber cuánto poder perderían o ganarían unos y otros.

Pero eso era ayer. Hoy el bipartidismo ha cambiado su posición de dominio abrumador por una mayoría aún cómoda pero menguante. Los dos partidos que lo encarnan, el Partido Popular y el Partido Socialista, han conocido y recuerdan tiempos ciertamente mejores. Durante las municipales y autonómicas de 2015 va a decidirse no sólo quién gobierna tal o cual ayuntamiento o tal o cual autonomía, sino si va a hacerlo en un escenario dominado por los dos grandes partidos o en un nuevo escenario donde tres, cuatro o incluso cinco fuerzas se disputen las posiciones mayoritarias con posibilidades reales de ganarlas.

La cosecha electoral de mayo va a permitir medir hasta qué punto el presunto final de ciclo bipartidista responde a turbulencias generadas desde el ámbito de la política estatal, a causa de variables esencialmente coyunturales, o registra un cambio efectivo del electorado y sus preferencias que ha venido para quedarse, penetra todos los ámbitos de la política española y certifica que la agonía bipartita solo es una cuestión de tiempo porque inevitablemente llevará a su fin.

Seguramente Mariano Rajoy estaba preparado para entregar parte del abrumador poder local y autonómico ganado con la crisis, pero no tanto como parece que puede perder tras el desastre andaluz. Pedro Sánchez seguramente contaba con un buen resultado confiado en el apego al equilibrio del votante español, pero seguramente no se esperaba hallarse en la necesidad de obtener un resultado lo más parecido posible a una victoria y comparable al triunfo de Susana Díaz en Andalucía. Sólo así podrá instalar un firewall electoral en Despeñaperros que contenga a quien fue su principal aliada y ahora maniobra para acabar siendo quien finalmente recupere La Moncloa para los socialistas.

Rajoy y Sánchez, dos líderes y un destino

Ambos necesitan un buen resultado aunque ninguno puede permitirse una derrota catastrófica del otro. Si el PP no consigue recuperar a una parte de sus electores perdidos seguramente los socialistas obtengan la victoria ansiada y que para Pedro Sánchez pasa necesariamente por ganar Madrid y Valencia y recuperar al menos una docena de ciudades importantes. Pero el precio de esa ganancia puede ser no competir ya únicamente contra Rajoy. La derrota popular en las generales de noviembre parecería más probable tras un batacazo municipal, pero también aumentaría la percepción de que desalojar al partido de Génova de La Moncloa no pasa necesariamente por el voto útil de la izquierda.

Si los socialistas no consiguen un resultado decente, el Partido Popular podría utilizarlo de nuevo para disimular sus propias malas noticias esa noche. Para ello los populares necesitan conservar al menos Madrid o Valencia, porque no pueden permitirse perder ambas, y retener el grueso del poder municipal. De nuevo la victoria podría tener un sabor agridulce porque se obtendría a costa de que a Mariano Rajoy también le crezcan los competidores.

Ambos líderes necesitan un buen resultado, pero también que las cifras del otro sean lo suficientemente malas para poder decir que han derrotado al rival pero el bipartidismo se ha salvado y pervive como la opción dominante. En estas municipales y autonómicas para el PP y el PSOE no se trata sólo de ganar o perder, sino de hacerlo ante el viejo adversario de siempre o ante varios, nuevos y además desconocidos.

De momento la agonía del bipartidismo ha servido principalmente para matar los liderazgos de Rosa Díez en UPyD y Cayo Lara en IU. Si el resultado de las municipales agudiza y prolonga hasta las generales la tribulaciones bipartitas, los siguientes liderazgos en sufrir serán los de Rajoy y Sánchez. Hasta las elecciones andaluzas el final del bipartidismo representaba un problema exclusivamente de unos socialistas que se desangraban a favor de Podemos. Ahora también presenta un problema para un PP que se deprime a favor de Ciudadanos.

Los dos grandes partidos vuelven a tener algo en común y pocas cosas unen tanto como las dificultades compartidas. Además, la noche electoral del penúltimo domingo de mayo no será el final sino el principio si los resultados confirman el lento desmoronamiento del dominio bipartito. Populares y socialistas no saben gobernar en coalición. No están acostumbrados, no entienden la necesidad y el ciclo bipartito ha resultado tan largo que han olvidado cómo funciona y cómo se hace. Llevan tanto tiempo siendo gobierno o siendo oposición casi en solitario que van a necesitar mucha pedagogía y reeducación para acostumbrarse a hacer política en un mundo cambiante, donde no sólo ellos pueden ser gobierno u oposición.

Las municipales de 2015 se presentan como las primeras elecciones donde los votantes nacidos después de los años sesenta constituirán el grupo más numeroso. En la política española han aparecido nuevos partidos que desafían el dominio de los viejos partidos. Pero la mayor novedad reside en que los nuevos votantes ya suman más que los viejos votantes. Los partidos tradicionales se van quedando sin sus votantes tradicionales y los nuevos votantes buscan nuevas opciones. La desafección política, la crisis institucional y la irrupción de nuevas fuerzas políticas tiene mucho que ver con la recesión económica y la corrupción, pero también con el relevo generacional que se está produciendo entre el censo electoral español. 

Las municipales y autonómicas van a decirnos mucho sobre la capacidad de los nuevos partidos para fidelizar a esos nuevos votantes que parecen firmemente decididos a darles una oportunidad, pero no un cheque en blanco. También puede que nos cuenten algo sobre la incapacidad de los viejos partidos para conectar con las expectativas de un electorado nuevo que no se cree en deuda con ellos, no los siente parte de su identidad y los considera distantes y extraños.

Fuerzas como Ciudadanos y Podemos tienen ante sí un reto complejo. Por un lado necesitan desarrollar organizaciones fuertes, capaces de permitirles implantarse territorialmente y poder competir en el terreno local y autonómico. Un partido que realmente pretenda gobernar no puede presentarse únicamente a aquellas elecciones que le van bien. Debe salir a ganar en todas si quiere que el electorado le vea como una fuerza de gobierno. Pero al mismo tiempo los nuevos partidos necesitan mantener viva la novedad. Conservar lo más intacta posible una apariencia dinámica, flexible e innovadora en su estructura y modos de funcionamiento. Son dos demandas contradictorias y que sólo significan problemas cuando van juntas.

Partidos emergentes

Los dos partidos nuevos más emergentes han elegido estrategias diferentes y opuestas para resolver este dilema. Podemos ha optado por la técnica del camuflaje. Se ha sumergido en el mundo de las mareas y las plataformas buscando un refugio que le permitiera competir pero sin exponer una marca que reserva para las generales. La decisión se percibe tan estratégica como arriesgada. El camuflaje solo les protegerá en parte de un mal resultado y siempre les estorbará para reclamar la victoria como suya.

El camuflaje incrementa las posibilidades de supervivencia pero genera confusión. Los de Pablo Iglesias puede encontrarse esa noche de mayo ante la peor pesadilla para cualquier partido ante unas elecciones. Todo el mundo puede decir que ha perdido y él no puede afirmar que ha ganado. O peor aún, todo el mundo sabe dónde ha perdido y él no puede decir dónde ha ganado. Tras el desenlace de las elecciones andaluzas, tan espectacular como paradójicamente decepcionante, a Podemos sólo le vale un resultado que supere las expectativas. Ya no le sirve como antes simplemente competir, obtener un resultado decente que le permita decidir quién es presidente en la Comunidad de Valencia, Castilla La Mancha o Extremadura.

Ciudadanos parece haber apostado por la estrategia contraria. Lejos de camuflarse ha decidido exponerse a plena luz. Se ha lanzado a anunciar y designar candidaturas propias en todo el territorio. Una decisión sin duda inspirada por su espectacular éxito en unos comicios andaluces donde nadie conocía, ni conoce, a su candidato. Le guste o no, el partido de Albert Rivera ha convertido las municipales y autonómicas en un test de estrés para su futuro. Un buen resultado le permitiría presentarse como una formación sólida que responde a una demanda social efectiva, no un simple acontecimiento mediático o un pasatiempo de fin de semana para los votantes populares enfadados. Un mal resultado cimentaría aún más la idea de que Ciudadanos sólo es una marca blanca que se pone o quita del mercado a conveniencia.

Tan arriesgado resulta pensar que el candidato lo es todo en política, como creer que la marca lo supone todo y el candidato apenas importa. Una máxima aún más cierta en unos comicios locales, donde sí se valora conocer a los candidatos. Cuando se progresa tanto y tan rápidamente la posibilidad de atraer a oportunistas y candidatos de fortuna crece, al igual que los problemas.

El día después es al día siguiente. Los nuevos partidos se juegan mucho en la noche electoral pero aún se juegan más en los pactos o no pactos posteriores. Pasada la emoción y la euforia, los votantes siempre quieren saber lo mismo: para qué ha servido su voto. Sea en Aragón, Cantabria o Navarra, sea en las capitales andaluzas, gallegas o castellanas, allí donde el electorado no decida poner el Gobierno en sus manos o devolvérselo al bipartidismo, los nuevos partidos deberán decidir si se abstienen y dejan hacer, si pactan con alguno de los viejos partidos para gobernar y, si ese el caso, con cuál les conviene más coaligarse.

Las tres decisiones ofrecen pocas ventajas y conllevan muchos costes. La abstención puede trasmitir a sus votantes la percepción de haber perdido su tiempo y su voto. Pactar y gobernar con los viejos partidos implica exponerse a desactivar el núcleo impulsor de la estrategia y el discurso que les han traído hasta aquí. No resultará tarea fácil continuar hablando de política vieja y nueva cuando unos y otros se mezclan en varios gobiernos. El cielo no se toma por consenso, pero tampoco con pactos. Se toma por asalto, así dice la cita completa.

A los nuevos partidos siempre les quedará confiar en la posibilidad de imponer cambio y regeneración en los viejos partidos como condiciones para gobernar. Pero de ilusión no se vive, tampoco en política. A pocos meses de las generales, muchos votantes solo verán que su voto nuevo ha ido a beneficiar a los partidos viejos y a muchos no les va a gustar. La duda será si merecerá la pena asumir ese riesgo.

¿Qué será de los nacionalistas? Los partidos nacionalistas conservadores vascos y catalanes han jugado en la política española el papel de pivote y apoyo estratégico que desempeñan en los países de nuestro entorno los partidos liberales y de centro. Esa función ha generado un doble efecto. Por un lado les ha implicado en eso que algunos llaman la “gobernabilidad” del Estado. Por otro, les ha permitido mantener su supremacía sobre el propio espacio nacionalista frente a competidores como ERC y Bildu. Puede no sea ni mucho menos casualidad que la progresiva pérdida de esa centralidad en la política bipartita haya coincidido tanto con un salto cualitativo de las demandas de CiU y PNV frente al Gobierno central, como con la progresión electoral de sus competidores.

En las municipales de mayo los nacionalistas de CiU y PNV comienzan a jugarse su rol estratégico de “fuerzas pivote” centrales y centradas, pero también su liderazgo entre el electorado nacionalista. De ahí que Artur Mas se haya apresurado a reactivar el “proceso” volviendo a seducir a ERC con el señuelo de una estrategia independentista común. O que los nacionalistas vascos hayan intensificado su presión sobre los gobiernos abertzales en San Sebastián y Guipúzcoa buscando acelerar su desgaste.

Los resultados de la municipales permitirán evaluar en qué medida la irrupción de los nuevos partidos continúa rompiendo el monopolio disfrutado hasta ahora por los nacionalistas vascos y catalanes para ofrecerse como socios preferentes al Gobierno central de turno. También nos dará el minuto y resultado de la feroz competencia electoral que ahora mismo se libra en Catalunya y Euskadi respecto al espacio nacionalista.

Las municipales pueden provocar una reacción en cadena. Los nuevos partidos confían en obtener parte de sus apoyos en el granero nacionalista, el PNV aspira a recuperar algo del terreno perdido ante Bildu y ERC intentará superar a CiU en votos y alcaldías para que las siguientes elecciones en el calendario, las catalanas, signifiquen algo más que el truco plebiscitario inventado por el president Mas.

Su voto decide. La noche electoral los ganadores intentarán convencernos de que los resultados de mayo suponen el primer paso de su inevitable victoria en las generales de final de año. Los perdedores se esforzarán en convencerles de que sólo son unas elecciones municipales y autonómicas. Son sólo palabras. Al final será su voto lo único que de verdad cuente para decretar el final del bipartidismo o el advenimiento de eso que llaman la nueva política.

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