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“Solo puede existir la emancipación si se pasa por la apuesta hegemónica”

Jorge Alemán / FOTO: Marta Jara

José Enrique Ema

  • Se cumple un año del fallecimiento en Sevilla del teórico de la hegemonía y el populismo, Ernesto Laclau, y con su recuerdo presente conversamos con Jorge Alemán sobre la vigencia y el alcance de su teoría

Laclau contribuyó a renovar el pensamiento político alejándose tanto del relativismo posmoderno como de los relatos totalizantes que prometen una sociedad futura armoniosa, sin conflicto. Para Laclau aunque el horizonte de una sociedad sin relaciones de poder es imposible, no debemos renunciar a su transformación. Llamamos hegemonía precisamente a la articulación inestable de relaciones de poder, marcos de sentido compartidos y voluntades colectivas.

Nunca una articulación hegemónica será definitiva, una sociedad nunca cancelará sus diferencias, pero esto no nos impide batallar políticamente por aquellas articulaciones que consideremos mejores, al contrario, es precisamente la condición para que podamos hacerlo. Es en este sentido en el que la hegemonía es constitutiva de la política. No hay política que no suponga una rearticulación del escenario social y político siempre abierto al conflicto, una construcción temporal y sin garantías de otras posibilidades de vida en común.

Ernesto Laclau hizo de la hegemonía el pilar de su edificio teórico, la misma lógica constitutiva de la política. Tú mismo recientemente afirmabas que no es posible hoy una experiencia política emancipatoria que no pase por el “momento hegemónico”. ¿Por qué ese papel tan relevante de la hegemonía?no es posible hoy una experiencia política emancipatoria

Tal como tú afirmas la hegemonía es la lógica constitutiva de la política y no simplemente una herramienta de la misma. Para desentrañar esta afirmación debemos dar algunos rodeos que nos permitan cierta captación del asunto. La hegemonía no es una voluntad de poder, ni un deseo de adueñarse del espacio de la representación política. Es muy llamativo que cada vez que emerge una fuerza política transformadora, con vocación de ruptura y con un horizonte emancipatorio, se le enrostre su “pretensión hegemónica”.

Cuando esto está proferido por los medios corporativos de la derecha se ve claramente la jugada. El poder neoliberal es una dominación que se disimula como consenso, una dominación que se presenta más como una dependencia a una serie de dispositivos que conforman la subjetividad que como una sumisión impuesta. También se presenta como una dependencia inerte a determinados mandatos que ni siquiera son explícitos pero que, sin embargo, sí son eficaces. Es lo que llamamos la “naturalización” del poder neoliberal, disfrazar su ideología bajo la forma del “fin de la ideología”.

En estas coordenadas ¿cómo entiendes la hegemonía?

Hay que admitir una complejidad intrínseca a este concepto a partir de la radicalización del programa gramsciano que encarna el pensamiento de Laclau. Partamos de los momentos básicos de su constitución. Primero, la realidad está constitutivamente construida por discursos. Los afectos, los cuerpos, las pulsiones, están atravesados por el discurso, marcados por sus significantes, determinados por una retórica y una gramática que suspende toda idea de una “fuerza original e inmanente” que se pueda representar directamente. Segundo: estos discursos que constituyen la realidad lo hacen de tal manera que no pueden nunca representarla en su totalidad.

El discurso constituye a la realidad, no la puede representar de modo exhaustivo, y sin embargo, se tiene que hacer cargo de representarla de modo fallido. Esta brecha “ontológica” entre discurso y realidad es irreductible e imposible de ser suturada. La representación vehiculizada por el discurso es estructuralmente fallida, existirá siempre una “heterogeneidad” que impide que la representación se produzca como totalidad. Por último, en este límite del discurso, al representar la realidad frente a esta heterogeneidad irreductible, frente a esta “diferencia” imposible de cancelar, se articula el momento político que llamamos hegemónico.

Es porque no puede haber nunca una representación exitosa, definitiva o completa de la gente, la sociedad, el pueblo, etc. por lo que no puede haber política sin pasar por la hegemonía.

Efectivamente. Hacerse cargo de representar aquello que se sustrae a la representación nos muestra que lo político no es un subsistema de la realidad, sino el modo privilegiado en que la misma se constituye. El momento hegemónico se resuelve de forma siempre fallida a través de un término límite, ya sea el “significante vacío” en Laclau, el “objeto a” en Lacan o la “clase hegemónica” en Gramsci. La brecha insalvable entre el discurso y aquello que no puede representar es lo que la hegemonía, insistamos en su carácter fallido, intenta resolver.

Podemos leer esta lógica hegemónica en términos de apuesta política articulatoria sin cancelar la heterogeneidad y la diferencia irrepresentable. ¿Esta lectura hegemónica nos serviría igualmente para caracterizar el poder neoliberal contemporáneo?

No considero al poder neoliberal una hegemonía, al menos en este sentido estricto que hemos intentado delimitar. Esta es mi lectura propia, elaborada a partir de lo que denomino la “izquierda lacaniana”. Las lógicas de dominación repudian y son fundamentalmente refractarias a la construcción de experiencias políticas hegemónicas. El “discurso capitalista”, así lo denominaba Lacan, que soporta al poder neoliberal, no admite ninguna brecha, ninguna heterogeneidad. Se presenta con la potencia de representar todo y llevar todas las singularidades y las diferencias a la totalidad del circuito circular de la mercancía.

La hegemonía, por el contrario, nunca es circular, está siempre agujereada en sus fundamentos, mientras que el discurso capitalista tiene un funcionamiento “contradiscursivo”, podríamos decir, que intenta adueñarse de todo el espacio simbólico. La propia producción biopolítica de la subjetividad es un claro ejemplo de esta cuestión. Por ello, el odio por la política hegemónica por parte de la derecha, es finalmente un odio a lo simbólico y al sujeto que puede emerger en dicho campo, un sujeto distinto a los proyectos uniformizantes de la biopolítica neoliberal.

Es entonces una voluntad colectiva atravesada por las diferencias, nunca completada como identidad, en quien debemos confiar para sostener una política emancipatoria.

Solo puede existir la emancipación, que es un duelo y una despedida de la “metafísica” de la revolución y sus “leyes históricas”, si se pasa por la apuesta hegemónica como articulación de diferencias que nunca serán anuladas. La emancipación nunca logrará realizar una sociedad reconciliada consigo misma, como esperaba el marxismo canónico. El momento hegemónico es insuperable, no hay sociedad que no sea, en su propia existencia, una respuesta a la brecha que la constituye. El “saber hacer” con esas brechas, esas diferencias, esas heterogeneidades en la construcción de una voluntad colectiva es el arte de lo político.

¿Una política que lo jugara todo a la carta de los líderes y la representación electoral, dejando de lado el trabajo de los movimientos sociales y las organizaciones populares a pie de calle, no dificultaría finalmente esta misma apuesta emancipatoria al debilitar las posibilidades de una subjetivación política colectiva más amplia, sólida y duradera?

Esta es una cuestión crucial. De entrada debemos señalar que líderes, elecciones, participación en las instituciones políticas, medios de comunicación, etc. no expresan a la hegemonía ni la representan, son parte de la misma, juegan en su interior, en lo que Laclau denomina la extensión equivalencial de las diferentes demandas. Estas se deberán articular a un significante vacío que represente a la totalidad imposible, para permitir la emergencia de una voluntad colectiva, que nunca es algo dado de antemano por ninguna identidad esencial ni por el funcionamiento de los grupos que Freud describió en su “Psicología de las masas”.

Aquí debemos hacer una apuesta sin garantías. O bien el crimen es perfecto y el discurso capitalista se ha adueñado de la realidad y su sujeto, de tal manera que ya está definitivamente emplazado y solo llamado a ser material disponible para la forma mercancía, o bien existen diferentes superficies de inscripción donde lo político-hegemónico puede hacer advenir, de modo contingente, un sujeto popular y soberano, un sujeto interpelado por los legados simbólicos de las experiencias políticas que lo precedieron y por las demandas de distintos sectores explotados por las oligarquías financieras. Estas demandas singulares se caracterizan porque no pueden ser absorbidas por la arquitectura institucional dominante. Las demandas no satisfechas institucionalmente son el punto de partida, pero sólo el punto de partida, para que las diferencias ingresen a una lógica equivalencial que pueda articularlas.

Teniendo en cuenta que ya no podemos imaginar una fórmula de desconexión del capitalismo fundamentada supuestamente desde “leyes objetivas y científicas ”, la ruptura hegemónica es la respuesta a ese “esencialismo” de tradición marxista. No es una renuncia a la radicalidad de la transformación revolucionaria, es aún más radical, porque de un modo materialista admite los impasses y las imposibilidades que se presentan cuando la parte excluida y no representada por el sistema intenta construirse como hegemonía alternativa al poder dominante.

De acuerdo. La representación, los liderazgos, etc. no son más que catalizadores de la tarea imposible y necesaria de construir un sujeto político heterogéneo, nunca definitivo, etc. pero capaz de sostener un proyecto colectivo alternativo al dominante. Y la intervención en los medios de comunicación, ¿puede jugar un papel similar o está ya hipotecada de entrada al jugar en sus coordenadas dominantes, las del espectáculo y la despolitización?

No soy tan optimista como aquellos que ven en los medios, y particularmente en las redes (internet), una posible forma de capital variable escindido que contribuiría, a la larga, a una nueva emergencia de la multitud transformadora. Pero tampoco acepto la realización del crimen perfecto del neoliberalismo donde el sujeto desaparece en la enunciación de los medios de comunicación para convertirse simplemente en la “gente”. El pueblo comienza cuando “la gente” se revela como pura construcción biopolítica. En esto el pueblo es tan raro y singular como el propio sujeto en su devenir mortal, sexuado y hablante. El pueblo es una equivalencia inestable, constituido por diferencias que nunca se unifican ni representan del todo. Sin embargo, su fragilidad y contingencia de origen es lo único que lo salva de la televisión, los expertos, los programadores, la contabilidad, etc. Sólo en los pliegos más íntimos de los dispositivos de dominación neoliberal es que el sujeto popular puede advenir, lo otro es soñar con el espejismo de una realidad exterior pura y sin contaminación, que por su propia fuerza inmanente terminaría por desconectar la maquinaria y sus dispositivos.

Bien, no es posible no jugar en “los pliegos de los dispositivos neoliberales”, pero si entendemos la política hegemónica como proceso de construcción discursiva de marcos de sentido alternativos ¿no podríamos caer en una suerte de idealización superficial del lenguaje que nos impediría conectar con la vida real y la densidad de sus condiciones materiales?

Hace un tiempo te hubiera respondido, como lacaniano que soy, que lo político se queda, en efecto, en la superficie de las cosas y que nunca consigue transformar radicalmente nada, que la “repetición de lo mismo” socava desde dentro cualquier proyecto. Pero ahora ya no se trata del ejercicio lúcido del escepticismo, ni de la razón cínica, posturas por otra parte anacrónicas y patéticas. Hemos ingresado en un tiempo histórico donde vemos consumarse lo que Lacan precisamente llama el “discurso capitalista” y Heidegger las llamadas “estructuras de emplazamiento técnico”, que a la vez constituyen radicalizaciones teóricas y prácticas de lo que Marx llamaba “la subsunción real” del capital en su dominación abstracta. Por ello, es inevitable pensar en la política como el único lugar posible donde se puede dar un combate con respecto al proyecto de deshistorización y desimbolización que el neoliberalismo comporta. El neoliberalismo es la primera fuerza histórica que se propone tocar, alterar, y volver a producir al sujeto, intentando eliminar así su propia constitución simbólica. Parafraseando al filósofo, “solo en el peligro de la política puede crecer lo que nos salva”.

Y no hay política sin peligro, sin riesgo.

Así es. Sin correr el riesgo de quedar atrapados en aquello que queremos a la vez destituir, no hay posibilidad de asumir un proyecto hegemónico y popular de izquierda de vocación emancipadora. Estamos siempre a punto de naufragar, y hay que entender que a partir de ahora siempre será así, porque ya no volverá a nosotros aquel espejismo ideal de estar cumpliendo con los pasos revolucionarios que supuestamente expresaban el fundamento de una ley histórica. No solo nunca fue así, aunque el ensueño metafísico fue trágicamente potente, sino que ahora sería absolutamente funcional a la dominación neoliberal jugar el juego de un hipotético radicalismo revolucionario. Por eso, conectar la política con la vida real implica entender que la primera es travesía, construcción, articulación de una heterogeneidad que no siempre toma la dirección que más anhelamos, pero que sin ella no habría nada que oponer como hegemonía al régimen del capital.

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