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Las turbias sombras de los aliados al final de la II Guerra Mundial

De izquierda a derecha, Josef Stalin, Franklin D. Roosevelt y Winston Churchill.

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Conforme avanzaba el final de la Segunda Guerra Mundial –conmemorada por 78ª vez los pasados 8 y 9 de mayo–, dos preocupaciones se cernían sobre los mandos británico y norteamericano: debilitar el poder militar soviético, que avanzaba imparable hacia Berlín, y que la opinión pública europea concluyera que la derrota nazi era obra de la Unión Soviética.

Por eso, el general Eisenhower montó el día 7 de mayo de 1945 una pantomima de rendición de Alemania ante mandos militares norteamericanos y británicos en Reims, Francia. El almirante Dönitz, sucesor en la Cancillería del Reich por testamento de Hitler, autorizó la firma por no estar los soviéticos, a quienes no quería rendirse. Sin embargo, estos, que ya habían entrado en Berlín una semana antes, rechazaron dicha firma, que ocultaba la estrategia de rendir espacios alemanes sólo ante los anglosajones. Stalin hizo valer el documento conjunto del 3 de enero de 1944 que acordaba que la rendición incondicional de Alemania se plasmaría en un único documento. Por lo que, finalmente, la verdadera acta de capitulación se rubricó el día 8 en el casino de oficiales de la Escuela de Espionaje de la Wehrmacht en Karlshorst, Berlín, convertido en cuartel general soviético. Por los husos horarios, en Moscú ya era día 9, por lo que la entonces URSS y hoy Rusia conmemoran un día después el final de lo que llaman Gran Guerra Patria.

Las intenciones de Churchill y de Roosevelt, con sus camarillas civiles y militares, eran debilitar el poder militar soviético e impedir que llegara a Berlín antes que sus ejércitos y, así, minimizar el mérito de Moscú y sus aliados. Por ello, tras el desembarco en Normandía, ralentizaron la ofensiva para que Alemania penetrara en terreno soviético –con agrias protestas de generales aliados ante tal inoperancia– y, en consecuencia, obligar que Hitler acumulara fuerzas en el frente oriental en detrimento del occidental para retrasar el avance del Ejército Rojo.

El primer ministro británico, Churchill, se lo confió a Jan Smuts, el field marshall –una especie de “generalísimo” de Tierra, dicho de manera elegante y british–, en 1943: “Tengo la incómoda sensación de que la magnitud y velocidad de nuestras operaciones en tierra dejan mucho que desear... Casi todos los honores corresponden a los rusos (...) Para el ciudadano común puede parecer que Rusia está ganando la guerra. Si esta impresión continúa, ¿cuál será nuestra posición en la posguerra comparada con ella? Puede producirse un tremendo cambio en nuestro estatus mundial y convertir a Rusia en director de la diplomacia mundial, lo que es tan innecesario como indeseable (...)”, cuenta la historiadora Elizabeth Barker. En términos similares se expresaba la Junta de Jefes de Estado Mayor norteamericana.

Churchill había convencido a un reticente Roosevelt de utilizar contra Alemania la bomba atómica, que los científicos del Centro de Investigación de Los Álamos, Nuevo México, confiaban en ponerla a punto antes de la rendición. No era necesaria para la victoria: Alemania ya estaba derrotada, sin capacidad ofensiva, una industria de guerra notablemente disminuida, ejércitos diezmados y población desmoralizada –como tampoco para la derrota de Japón–, pero era imprescindible demostrar a la URSS la incontestable superioridad militar anglosajona.

Por fortuna para Alemania, la primera prueba positiva del arma atómica, la Trinity, no pudo realizarse hasta el 16 de julio de 1945, pero, para desgracia de Japón, precisamente gracias a la tecnología nazi incautada, fue tres semanas antes de que EEUU bombardeara Hiroshima y Nagasaki.

Sin embargo, los planes de Churchill de “bombardeos terroristas”, como se definirían, continuaron.

Descartado el 'escarmiento' nuclear y Roosevelt enfermo terminal, Churchill y su conventículo apodado los “Bomber barons” –a cuyo frente estaba su amigo el air marshall sir Arthur Harris, a quien Churchill apodaba Bomber Harris (Bombardero Harris) y el arma aérea, Butcher Harris (Carnicero Harris)– decidieron, de acuerdo con la Joint Chiefs of Staff norteamericana, pero sin informar al ministerio del Aire ni al Chiefs of Staff Committee ni al Directorio de Operaciones de Bombardeo británicos, la destrucción de ciudades alemanas que no sólo cumplieran objetivos propagandísticos de cara a Rusia sino que prepararan al mundo para el próximo horror de la bomba atómica contra objetivos específicamente civiles.

Las ciudades seleccionadas fueron Kassel y Pforzheim en el frente occidental y Swinemünde y Dresde en el oriental, ambas en el camino a Berlín del Ejército Rojo. Todas, con escasa importancia militar y, sobre todo, con exigua defensa antiaérea. Dresde era el objetivo principal, pues los generales soviéticos, que no eran ajenos a las estrategias aliadas, habían hecho creer a Eisenhower que sus movimientos buscaban que Hitler acumulara fuerzas en Berlín mientras ellos avanzaban sobre Swinemünde para ocupar la Pomerania, puerta del Báltico, y, sobre todo, Dresde, aunque, en realidad, Stalin planeaba que el Ejército Rojo entrara el primero en Berlín para conseguir el botín tecnológico nazi.

Dresde era una de las grandes ciudades alemanas que, por su mínima importancia en la industria de guerra, no había sufrido bombardeos, por lo que, además, había acogido refugiados de ambos frentes; se calcula que su población era de 1.250.000 habitantes, más del doble de los residentes empadronados. Las espantosas matanzas –cuyo número de víctimas sigue en discusión (como también si fue un crimen de guerra), pues las 7.000 toneladas de bombas explosivas e incendiarias lanzadas desencadenaron una llamada 'tormenta ígnea', con más de mil grados centígrados que fundieron literalmente los cuerpos de las personas con el asfalto de las calles– y la destrucción premeditada de una de las ciudades-joya de la cultura europea –su escasa industria de guerra estaba situada muy lejos del centro histórico de la ciudad, principal blanco del bombardeo–, horrorizó a ciudadanía, intelectuales y políticos británicos, cuya ira se reflejó en el Parlamento, donde el laborista Richard Stokes los calificó de “bombardeos terroristas”, un Guernica perpetrado por los aliados.

Churchill lo reconoció. La historia de los vencedores lo ha presentado como un ciudadanos apiadado por tamaña crueldad, pues el 28 de marzo se apresuró a enviar un telegrama a su enlace con el Chiefs of Staff Committee, donde parecía no sólo desentenderse de las órdenes sobre los bombardeos sino condenarlos: “Pienso que ha llegado el momento de replantearse la cuestión de bombardear las ciudades alemanas con el mero propósito de propagar el terror o bajo otros pretextos (...) La destrucción de Dresde pone seriamente en entredicho la conducta de los Aliados en lo referente a bombardeos. Soy de la opinión de que los objetivos militares deben ser, de ahora en adelante, estudiados de forma más estricta atendiendo a nuestros propios intereses, no a los del enemigo. El Secretario de Exteriores me ha hablado de este tema y percibo la necesidad de una concentración más precisa en objetivos militares, tales como combustible y comunicaciones en la retaguardia de la zona donde se esté combatiendo, en lugar de meros actos de terror y destrucción gratuita, por impresionantes que éstos puedan parecer”.

La realidad se ha conocido años después, cuando la documentación de aquellos años ha sido desclasificada y puesta a disposición de los historiadores. Como un telegrama “muy privado y confidencial” de Churchill a su compinche Bomber Harris en el que le previene que sea “muy prudente” y que “no admita nunca que hemos hecho nada en las medidas que tomamos de bombardear Alemania que no estuviera justificado por las circunstancias y por las acciones del enemigo”, según la biografía escrita por su propio hijo Randolph y Martin Gilbert.

Y otra realidad fue que, a pesar del mensaje de Churchill, de 28 de marzo, los bombardeos “terroristas” comenzados en la madrugada del 14 de febrero continuaron hasta el 17 de abril, tres semanas antes de la rendición incondicional de la Alemania nazi, el 8 de mayo. Seis días antes, el 2 de mayo, el Ejército Rojo dominaba Berlín y el general Weidling rendía la ciudad a los oficiales soviéticos.

Habría que dejar a la propaganda masiva implantar la idea de que la superioridad militar anglosajona, correlativa a su superioridad moral, habían sido los artífices de la derrota nazi. Tuvieron más éxito.

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