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Humor al cubo

Cuando Quequé encontró al espectador ideal para meterse con él

Antonio Contreras

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Héctor de Miguel Martín, conocido popularmente como Quequé, es uno de esos cómicos todoterreno que han pasado por todos los formatos: teatro (5 hombres.com, The Hole), radio (La vida moderna) y televisión (El club de la comedia, Locomundo, Late motiv). Pese a su larga trayectoria profesional, defiende que no es gracioso: “Yo no tengo ni puta gracia y soy consciente de eso desde el primer minuto de mi vida, prácticamente”.

Entonces, ¿cómo puedes tener tanto éxito?

Con mucho esfuerzo. Me tengo que esforzar bastante más que los humoristas, que los cómicos que sí tienen gracia, porque tener gracia y ser cómico, qué quieres que te diga, no tiene ningún mérito. Es como ser guapa y ser Miss Alicante, pues normal, claro, no requiere mucho esfuerzo. Pero yo me tengo que esforzar porque además soy muy guapo y, cuando yo empecé, lo que se estilaba era el humorista feo y aparte de los cuentachistes, que luego vinimos los monologuistas. Si te decían humorista, identificabas a un tío feo y yo soy muy atractivo. Entonces gente como Dani Mateo o como yo tenemos que luchar contra el tópico y demostrar mucho más que los demás.

¡Menudo luchador!

También debo decir que desde pequeño, mi obsesión eran dos cosas: por un lado, no madrugar. Eso era muy importante para mí, porque he odiado madrugar desde siempre y, por otro lado, no trabajar. Como no trabajar es imposible, por lo menos trabajar lo menos posible y ganar la máxima cantidad de dinero que fuera posible para no esforzarme, porque yo creo que la primera ley del artista es la ley del mínimo esfuerzo. Si te cuesta hacer algo, coño, tampoco te empeñes. Igual no es lo tuyo.

¿Querías ser cómico desde pequeño?

De pequeño, veía la televisión con mis padres y en los concursos rancios de antes salía el presentador, sacaban un saco lleno de cartas y decían: “Ahora vamos a extraer al ganador ante notario”. Entonces salía un tío, o a veces ni siquiera salía, vestido de traje, que era el notario, sacaba una carta y ese era su trabajo. Entonces yo le dije a mis padres: “Yo quiero ser notario de mayor”. Mezclaba las dos cosas que a mí me gustaban: salía por la tele, que yo intuía que salir por la tele estaba muy bien pagado, y no hacías mucho trabajo. Además, el esfuerzo era mínimo. Y mi padre: “Ah, muy bien, notario, perfecto, perfecto”. Y luego ya fui investigando y me contaron que para ser notario tienes que tirarte estudiando 9 años de tu vida, a lo mejor, sin ver la luz del sol y sin salir por ahí, sin hacer las cosas que me gustaban…

¿Cuál fue la siguiente decisión de tu futuro profesional?

Entonces cambié, porque también cuando era pequeño ponían mucho circo por la tele y salían Los Payasos. Yo, con Los Payasos, me meaba de la risa. Todo lo demás del circo me daba espanto. Los animales, una pena terrible. El equilibrista, todo ese esfuerzo… nada, eso no. Pero el payaso salía y hacía reír y entonces cambié y le pregunté a mis padres: “¿El payaso gana dinero?”. Y me dijeron que sí. Pues ya está, pues quiero ser payaso. Es la única profesión que me ha permitido aunar esas dos cosas: trabajar poco y ganar un poquito de dinero y no madrugar. Muy importante, no madrugar.

Pero no te he llegado a ver como payaso, solo como humorista...

Cuando yo pillé el circo, estaba en declive. Si me preguntas esto cuando era pequeño, no me hubiera importado para nada llevar ese tipo de vida nómada de la gente del circo, durmiendo en caravanas, cada día en un pueblo. A mí eso me encanta. Lo viví un poco cuando hice The Hole, un espectáculo circense, muy modernizado y sin la caspa habitual del circo. Sí que tenía la parte de montar carpas y todo eso. Esa parte de técnicos sí que hacía vida de circo. Era durísima por otra parte. Le tengo mucho respeto a esa gente. Lo de cómico fue porque realmente yo creo que no sirvo para nada más y, aún así, como te decía antes, me cuesta un esfuerzo porque no soy un tío gracioso. Yo no voy por la vida haciendo chistes, ni soy un tío extrovertido. Al contrario, soy tímido, muy castellano, de Salamanca, sobrio, seco…

¿Practicas el humor en tu vida cotidiana?

Lo que sí me gusta mucho es la ironía, que me la enseñó mi padre muy de jovencito. Mi padre es de Reinosa, un pueblo de Cantabria muy pequeñito. Muy agradable, pero un pueblecito. Pues yo crecí pensando que Reinosa era la de Dios, porque cada vez que estábamos viendo la tele y salía, por ejemplo, un aeropuerto, me decía mi padre, muy serio: “En Reinosa hay tres aeropuertos”, y yo: “Ah, vale”. Me ponía a ver el circo o lo que sea, y me decía: “En Reinosa hay cuatro circos estables. Están todo el año”, y yo: “Ah, joder”. Salía un rascacielos, “Buah, tienes que ver los rascacielos de Reinosa”. Esto me lo comía yo con cuatro años o los que tuviera, hasta que un día fui a Reinosa, y dije: “¡Será cabrón!”. Que es muy bonito, muy bien todo, pero yo me había hecho una imagen completamente diferente. Ese día aprendí lo que era la ironía bien usada. Por un lado, dije: “Qué cabrón”, y por otro lado dije: “Esta técnica me la voy a quedar yo para algunas cosas”.

¿Te gusta usar la ironía con el público en tus actuaciones? ¿Eres de los que se meten con la gente?

Haciendo The Hole, había un momento muy guay del espectáculo, que era el de dar paso al descanso. Yo me hacía 15 minutos de monólogo muy guays, que tenía muy medidos. Además hablaban de la madurez, una cosa que nos afecta a todo el mundo. Como era en una carpa, con sus gradas, yo me ponía en medio de las escaleras, la gente sentada a mis lados y un foco dirigido a mí. Empezaba a hacer el discursito de: “Madre mía, cuando te sientas y haces un ruido...”, de lo que es crecer y madurar. Y justo en ese momento veo que sube un señor por las escaleras que se va a sentar al asiento que tengo aquí al lado, con dos gin tonics de tamaño litro cada uno. Y pienso: “¡Joé, qué bien me viene esto!”.

¿Por qué?

Porque hay una parte del texto en la que yo hablo de ese cambio que se da cuando maduras y dejas de beber cosas de colores y un polvete y no sé qué. Y un día dices: “No, ponme un gin tonic, con tónica Fever premium”. ¡Qué bien me venía esto! Entonces el señor se acerca hacia mí con los dos gin tonic. Era un señor de cincuenta y pico años, al que yo le suelto toda la catarata de chistes y se celebra entre el público de una manera exagerada. Yo diciendo: “Hostia, está bien, el monólogo está bien, siempre funciona bien, pero aquí, en Córdoba, hay demasiada jarana de repente”. El tipo se sienta a mi lado con los gin tonic y ya prácticamente le dedico a él el monólogo de: “Joé, qué pena, con lo que hemos sido… y mira ahí, gordo como estamos...”. Y yo notaba demasiada excitación entre el público. Acabo el monólogo. Me voy al camerino y ya uno de los del sitio me dice: “¡Era el alcalde!”. Pues bueno, pues nada, pues se la ha llevado. ¡Yo qué sé, no haberse cruzado con los gin tonics!

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