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Javier Ruibal: “Nuestro país avanza, pero de cada tres pasos que da hacia adelante, da dos hacia atrás”

María Granizo

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Javier Ruibal es hijo del sur y bendito capricho de una guitarra. Sin ser suya le tentó a los ocho años y descubrió un abrazo al que ya no pudo renunciar. Para lucir en alto sus caricias cambió el Puerto de Santa María por Barcelona. La paseó por pubs y salas de conciertos. Le juró amor eterno antes de llegar a La Pensión Triana y respirar tanto por ella le llevó a colgar su bata de futuro médico y a gritar a los cuatro vientos Quédate conmigo. Ella le correspondió y como Ave del Paraíso anidó para siempre en su música. Ese amor incondicional se formalizó hace ya más de cuarenta años. Su pasión ha conseguido sacar partido a la Intemperie levantando un Goya y sin más jarabe que sus canciones, el Premio Nacional de Cultura ha salido indemne y reforzado del confinamiento.

Su vocación de desplegar belleza y sanar al prójimo nos regala ahora su disco número trece. Y como “lo que nos pasa en la vida es lo que queremos que nos pase”, se ríe de las supersticiones y rechaza la bilis política. Con humor gaditano, crítica social y Física Cuántica apta para todos los públicos, nos ofrece la infalible vacuna Ruibal de sus nuevas composiciones “como respiro” a tanta ansiedad: “Nos confinó un terrible aviso del planeta, perdone la soberbia sin medida, que un viento nuevo dé otro giro a la veleta o perderemos el regalo de la vida”.

Con mascarilla, mucha cordura y más música envuelta en la poesía que bebe de la generación del 27 se pone al virus por montera para rescatar de la agonía a la cultura: “Los artistas estamos mucho más pendientes de la realidad que la gente que la gestiona”. Pionero en ofrecer su talento desde casa desde el inicio de la pandemia, lucha ahora contra corriente por seguir paseando a su inseparable compañera por los templos de la cultura a los que estos días solo se les permite tener la puerta entreabierta. Por eso, sin perder su honesta sonrisa, Ese que te cantaba alza la voz y entona: “Cómprate una entrada, te invitamos al edén, estamos de nuevo abiertos, emoción y carcajadas por unos euros de nada”.

“La música vino lo primero”

Viejos porteños recuerdan que “hasta llorando recién nacido ya entonaba”. Era mayo de 1955. Lejos, se firmaba el Pacto de Varsovia. Winston Churchill renunciaba a su cargo. La comida rápida comenzaba a sembrar adicción y mal en los estómagos de los norteamericanos y Elvis Presley iniciaba su primera gira. En la tierra de Ruibal, la luz brillante y atrevida de la Bahía de Cádiz desafiaba a una España franquista de hambre, y de blanco y negro en la que los esfuerzos del régimen, lejos de suavizar las heridas de la guerra, hablaban de vencedores y de vencidos erigiendo en la capital el Arco de la Victoria.

Ajeno a ello, en el edén imprescindible de la inconsciencia infantil creció aquel crío rubio y curioso que iba siempre donde sonaba un acorde: “La música vino lo primero”. Entre jaras, brezos y almeces, correteó por la Sierra de Gata atraído por el color intenso de La rosa de Alejandría. Consumiendo días de ilusiones en su Puerto de Santa María tarareó los ecos flamencos del Pelao que sonaban a gloria bendita mezclados con el susurro de la brisa del Atlántico. Buceando en sus aguas con los ojos abiertos jugó a buscar los de sus amigos. En aquellos días de magia que alimentaron para siempre su optimismo, sin levantar dos palmos del suelo se acercó a la guitarra olvidada del mayor de sus tres hermanos. Su madre, añorando al abuelo al que siempre le gustó “canturrear”, la quitó el polvo y se la puso en las manos. Desde ese momento, aprender a acariciar con arte sus cuerdas fue su obsesión y convertirse en músico su vocación.

The Beatles le descubrieron el color

Sin importar si había Levante o Poniente, “pasaban los días sin pena ni gloria” y estrenando adolescencia con Tabaco y tinto de verano, y con Toíto Cái ya andao, paseó “por el callejón del Tinte” saboreando “las ganas de primeros amores furtivos” y de Besos en abril.

A su rendida admiración por Jimi Hendrix, Eric Clapton y Bob Dylan, se impusieron los vientos buscados del flamenco: de Morente, de Lole y Manuel, de Camarón, de Paco de Lucía. Pero el Sargent Peppers de The Beatles se convirtió en una revelación que ni entonces ni ahora se cansa de escuchar: “Ellos dejaron dicho todo lo que sería la música popular en los siguientes cincuenta años. Poco nuevo hay bajo el sol desde que ellos lo dejaron hecho todo”. Deleitándose con las melodías de los cinco de Liverpool descubrió que “había materiales para dar brillo a esa existencia tan gris que llevábamos”. Con algo más que con tino en los trastes buscó colores en su guitarra. Pero como el deber se imponía al placer, comenzó a estudiar la carrera de Medicina: “De lunes a viernes valía la pena vivir un calvario si el sábado daban una buena peli en El Cine Macario”. En aquella pantalla, entre la calle Luna y Misericordia, soñó con poner melodías a las películas que estrenaban la fantasía del Technicolor.

Atún y chocolate, la cinta de Pablo Carbonell, le demostró que la realidad está equivocada: los sueños son reales y, además, a veces se repiten. Imanol Uribe, César Martínez Herrada y Benito Zambrano se empeñaron en confirmárselo con Lejos del mar, Arena en los bolsillos e Intemperie.

O la bata o la guitarra

Antes de alcanzar el firmamento del cine, dejó durante cuatro años otro cielo atrás. Una mañana de 1976 se despidió del puerto, de la muralla, del faro, del aroma de su infancia, “de aquel dulzor increíble que impregnaba la casa con el aroma a canela y limón del arroz con leche que cocinaba mi madre”. Buscando el sustento, su padre se convirtió en uno de los novecientos mil andaluces que emigraron a Cataluña: “En la venta de Vargas dijo que no pisaba la calle Real pa´ mendigar un sueldo fijo, pa´ terminar comido por la sal”. Sin contar lo que quería, pero sí lo que buscaba, “hay que rebuscarse”, Javier reparó enseguida en que no es casualidad que el estuche de una guitarra tenga forma de maleta: “Tiene asa para agarrarla, y me di cuenta de que me iba a llevar a muchos sitios, a conocer mucha gente y a llevar una vida que no era fácil, pero bastante halagadora”. Por eso, “para tratar de vivir de la música”, siguió al padre y con veintiún años se instaló en Barcelona.

Rasgando su guitarra noche tras noche en los bares de la capital,“ loco de contento”, comenzó a rendir tributo a los sones de las geografías fronterizas de los que se había empapado en el Puerto. Combinando estilos de flamenco, sefardí-magrebí, jazz y rock, lejos de su casa como el de La Gloria de Manhattan, pero con más fortuna comenzó a componer. Se convenció de que “hasta que no desobedeces, no creces” y como por el camino se le cayó la vocación abandonó sus estudios de Medicina: “Me seducía poder tener la capacidad de cuidar de la salud de otro y ser de ayuda. Pero cuando llegué a tercero decidí dejarlo, no me veía yo con las dos cosas a la vez. La bata y la guitarra combinaban mal salvo para un disfraz de carnaval. Y pensé: `No me van a tomar en serio en ninguno de los dos lados, sobre todo porque la Medicina es un trabajo de mucha responsabilidad y yo estaba por el estribillo”.

Para restar preocupación a sus padres y seducido por el sentido solidario del juramento hipocrático “que va mucho con mi carácter”, se graduó como ATS. Llegó a ejercer, pero no más de dos meses: “Siempre he estado convencido de mi decisión. Ya no hay profesiones estables, nadie te garantiza nada por tener un título ni por tener una carrera artística solvente, ni siquiera que vayas a seguir trabajando de ello al año siguiente. La precariedad laboral ha podido con todo. Para mí fue una decisión liberadora. A lo largo de estos años nunca he tenido la cosa de volver, tampoco me ha apretado la necesidad y he seguido siendo artista que es lo que quiero y lo que siempre quise ser de mayor. Y estoy casi consiguiéndolo. Además, a estas alturas, mis conocimientos no están autorizados ni para poner un termómetro”.

Fiel a su destino, en 1979 grabó su primer disco: Duna. Un año después regresó al carnaval, a la chirigota, a las papas con choco y a las ortiguillas, a la luz gaditana, a sus gentes y al abrazo sentido del “¿qué pasa pisha?”. Arte y alegría a raudales para “ligar a las musas” y que siempre le pillen trabajando. Solo se da el capricho de embelesarse, una y otra vez, con la alquimia de Cien años de soledad. El resultado: cuatro décadas de canciones a fuego lento, con esmero, honradez y sin pamplinas que le han ganado aplausos, brindis, premios y medallas de oro. También el nombre de una calle en la tierra que le alimenta para ser quien es: un artista de culto, brillante y sencillo que siempre abraza a su público.

Hoy, a sus sesenta y cinco años, se estrena como hijo predilecto de su ciudad. Mientras continúa buscando armonías, despide su PlayList y nos invita a ver una de sus películas favoritas: El nuevo, nuevo testamento. Con la luz secuestrada del sur para iluminar la respuesta a qué hacer con el tiempo que nos quede por vivir que formula Jacob Bandormail en esa cinta, dejamos a Javier Ruibal de Flores, el chiquillo que se aferró a una guitarra para vivir en color y alegrarnos el alma. Con un vasito de cerveza, sonrisa juguetona y un cantecito echao a media voz, no nos cuesta adivinar su respuesta: “Y así el otoño en Urano, y el veranito en Neptuno, dejar que pase el invierno y en mayo dar una vuelta a Saturno”.

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