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LA PLAYLIST DE ...

Antonio Dechent: “A nuestra actualidad la titularía 'La jaula de las locas', 'Grupo salvaje' o 'La jauría humana'

María Granizo

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Comenzó a jugar mucho antes de que le robara, a escondidas, el chupete a su hermana pequeña: apenas tenía tres años, pero ya quería recortar un trocito de mundo y manipularlo para entenderlo. Recorriendo el hispalense Paseo de la O llegó al colegio y allí jugó, con sus compañeros, a hacerse el gracioso “para evitar sus malos tratos”. El juego se llamaba teatro y, gracias a él, se inventó la vida y acabó siendo verdad: “Cuando dicen acción, te pones a jugar, y cuando dicen corten, se acaba el recreo”.

Antonio nació en el corazón de Sevilla, pero en su vida nunca ha sido un señorito andaluz. No lo fue cuando trataba de salir adelante recolectando fresas o echando las redes al mar en la costa portuguesa. Tampoco cuando, con dieciséis años, vendía seguros para perros y hacía encuestas. No lo fue cuando se ganó el pan trabajando como acomodador y bibliotecario. Mucho menos cuando se vio llorando, con dieciocho años, en una pensión de Zafra porque había tocado muchas puertas que solo se abrieron para confirmarle que no había nacido para ser comercial y para recordarle la fina pluma de Valle-Inclán: “El comercio honrado no chupa la sangre de nadie”. Tampoco fue ningún señorito cuando estudió Psicología ni cuando quiso ser escritor y su autoexigencia y honradez lo desestimaron. No lo fue cuando le puso la voz a Popeye. Ni siquiera cuando ensombreció a Nick Nolte coincidiendo en el reparto de la misma película o cuando fue candidato a un Goya, ganador de dos Biznagas de Plata y de una ristra de reconocimientos. No lo ha sido cuando los grandes directores de nuestro país le han escrito papeles a medida o cuando, pasando desapercibido en un guion, se convierte en el centro indiscutible de la escena.

Un cura de su colegio tuvo la culpa: le descubrió el placer de “decir la verdad en la que es todo mentira y estás disfrazado”. Entonces, se olvidó de querer ser de mayor “misionero o explorador” y arrancó su vocación “para decir las palabras de los grandes”: “Me subí al escenario siendo un niño. Llegó un momento en el que dirigía diez o doce obras al año con el padre Isaac. Llevaba a todos los alumnos de la escuela, desde los de preescolar a los de COU. Nunca pensé hacerme profesional, a pesar de que vivía en el teatro, y le dedicaba casi todas las horas del día”. Las de verano las reservó para disfrutar, a la fresca, del cine de verano en el que vio Grupo salvaje, el western de Sam Peckinpah que se convirtió en una de las cintas que le hicieron soñar con ser él quien estuviera un día en la pantalla en vez de en el patio de butacas.

Cambiaron las hojas del calendario y cuando ya leía a Cervantes y asentía a Albert Camus sentenciando que “tras la primera guerra púnica, Cartago seguía teniendo poder, tras la segunda seguía siendo habitable, y tras la tercera desapareció del mapa”, se hizo objetor de conciencia. Sin embargo, sin pisar un cuartel y manifestándose en contra de la OTAN, continuó jugando y haciéndolo se ha puesto todos los uniformes del mundo:“ He hecho todo el escalafón de la Policía, desde el ministro del Interior hasta el último agente. Guardias civiles, generales del alzamiento nacional, Queipo de Llano, Millán, Mola, y otros muchos, menos Franco porque era muy bajito. No está mal para un niño asustadizo que se dedicó a esto por terror y que nunca elegiría la profesión de militar. Aunque, quizá, me daría más apuro emular al banquero del Vaticano”. Solo su corpulencia, su metro noventa, su talento y su voz grave han sido los responsables de que su largo historial de personajes autoritarios le hayan colgado la etiqueta de el villano por excelencia del cine español: “Me han dado decenas de papeles donde asusto a los demás. Más falso que eso…”

Un hombre de altura

Como auténtico caballero de Triana creció, rodeado de cinco hermanos, correteando por antiguas calles de marineros, de navieros y alfareros. Las mismas por las que hoy transita. Esas en las aún se habla de “barrio” y de “patios”, en las que se saluda a cuantos se cruzan con uno y a las que nunca ha querido dejar atrás: “En épocas de vacas flacas, en el terruño es donde más calentito se está”. Calles repletas de rincones en los que huele a jazmín y a la dama de noche, los aromas de su infancia. Plazuelas donde una copa de manzanilla o un sorbo de rebujito se convierte “en gloria bendita” con una tapa de puntillitas o un cartucho de “albur en adobo”. Donde solo las fachadas de las casas hablan de historia. Donde la canción hace honor al color especial de la ciudad. Donde la vista se emborracha de luz y donde él se contagió del germen del arte y de la lógica contradicción que acuna el río al que los romanos llamaron Betis: “Yo creo que el andaluz es el pueblo más sumiso, tal vez porque ha sido el más invadido, pero también es el pueblo con más ansia de libertad. Es el más alegre y, a la vez, el más desesperado. Si tuviera que resumirlo, lo diría con una letra de flamenco: Cada vez que considero que me tengo que morir, yo tiro la mantita al suelo y yo me pongo a dormir. Toda una filosofía de vida”.

A sus sesenta y un años, Dechent es un hombre de altura. Lo es cuando su grandeza le permite reconocer su propia pequeñez, cuando se define como un obrero de la interpretación y nos sorprende en cada una de sus cien películas como un centenar de personas distintas. Cuando, pese a protagonizar muchos títulos y encabezar ahora el cartel de Hombre muerto no sabe vivir, lucha por alimentar su vocación y no por quitarse también el sambenito de actor de reparto o por subir peldaños donde “los ojos se convierten en ilusionados embusteros” porque en la cima realmente “no hay nada”: “Yo soy un actor vocacional y todo lo que implica lo doy por bueno. Lo duro sería trabajar en una mina o trabajar durante doce horas para cobrar seiscientos euros”. 

Es también un hombre de altura cuando sus palabras y sus actuaciones son ejercicio de coherencia. Cuando reafirma que un compromiso sin actuación tiene el mismo valor que una bicicleta sin ruedas. Cuando él, sin embargo, llega a muchas partes, colgándose un dorsal para correr contra el cáncer infantil o cuando levanta la voz para decir ¨no a la cosificación de las mujeres¨. Cuando lee un manifiesto por la Memoria Histórica, cuando sonríe al Día Mundial Sin Tabaco o cuando saca mandíbula y pone su cara más rotunda para mostrar su rechazo a “las hipotecas trampa”. Dechent también marca altura cuando muestra su apoyo a trabajadores en huelga para defender sus empleos: “El que aún tiene trabajo se ha convertido en casi un esclavo y se han agrandado las diferencias de sueldos y abierto un abismo entre ricos y pobres. El hombre se está convirtiendo en un lobo para el hombre. Vamos a acabar esperando al señorito en la plaza que diga: 'A ver, usted que protesta poco y cobra menos, véngase conmigo. Los demás, quédense aquí que no quiero a nadie que reivindique sus derechos”.

El malo de la película

Treinta y cinco años de trayectoria profesional le han convertido en “un actor de carretera”, con tantos largos y cortometrajes, obras teatrales y series de televisión que hacen de él uno de los intérpretes más prolíficos de nuestra filmografía: “Como decía Pilar Bardem cuando le ofrecían un trabajo: '¡Por Dios que sea bueno! Porque lo tengo que hacer de todas maneras’. Aun teniendo el privilegio de que no me falte, no creo que podamos elegir demasiado”. Tal vez, por eso, su mayor éxito no es su arsenal de premios, ni siquiera el aplauso del público y de la crítica, sino que se le acumulen guiones: “El papel más raro que he hecho fue el del indígena Nube de agua en la cinta de Antonio Cuadri Eres mi héroe. Mi madre me dijo entonces que mi profesión era hacer el indio. Y yo estuve de acuerdo”.

El lugar en el que nació el malo de la película, y su mejor escuela de aprendizaje, tuvo nombre de bar, La Revuelta: “Le llamaron 'el último reducto hippie de Sevilla’ y era el local que tuve en la década de los ochenta”. A la fuerza, allí tuvo que impostar voz, fachada y carácter:“ Aquel antro era un poquito salvaje y la clientela más todavía. Cuando cerrábamos aún había mucha gente dentro y no quedaba más remedio que ponerse en la puerta para decir que no podía entrar nadie más. En esa situación me asustaba mi propia clientela y la única manera de imponer era decir con rotundidad que ya no se podía entrar y parecer ser más peligroso de lo que realmente soy. Creo que se me quedó la voz así de grave por eso, por miedo a mis clientes”.

Después de intentar engañar a su vocación montando bares y haciendo todo tipo de trabajos, acabó matriculándose en el Instituto del Teatro de Sevilla: “Allí conocí a gente tan loca como yo y entendí que mi afición no era una enfermedad, sino que podía ser hasta una carrera”. De las tablas, su refugio preferido, pasó a debutar ante las cámaras en Las dos orillas. Vicente Aranda se fijó en él y Dechent se paseó por los fotogramas de El Lute para acabar convirtiéndose en canalla reincidente en cintas de Agustín Díaz Yanes, Mario Camus, José Luis Garci o Chus Gutiérrez.  Con su tono y corpulencia comenzaron a llegarle papeles para ser, casi siempre, el tirano de la película en más títulos de los que podemos recordar: Solas, Intacto, Smoking Room, Carmen, 7 vírgenes, La voz dormida, Los Borgia, El día de la bestia, La marrana, El mundo es nuestro, Retorno a Hansala, Salvador, Los aires difíciles, Poniente, Besos de gato o Alatriste. También en la película que siente más suya, A puerta fría, de Xavi Puebla, y en medio centenar de series de televisión como Lleno, por favor, Brigada central, Este es mi barrio, La casa de los líos, Todos los hombres sois iguales, o La familia Mata.

Aparcando su fachada de tipo duro al grito de 'corten’, sonríe porque no cree que “ningún tiempo pasado fuera mejor”, pero sí reclama la libertad de expresión “sin los matices ni cortapisas que se han impuesto” en los últimos tiempos: “Antes podías hablar con la gente de un montón de cosas. Todo el mundo es libre de pensar y opinar lo que quiera y no por ello debe implicar un castigo. En lo único que sí me parece bien es en el tema de la violencia de género y en lo relativo al género. ¡Qué se corten ya el desprecio, chistes y bromas hacia otro sexo, pero en todo lo demás, no! Habría que quitar las injurias al Estado, a la bandera, las blasfemias, son solo palabras. Este nuevo resurgir de la ultraderecha, que siempre ha estado ahí, pero ahora tiene un nombre, me recuerda a épocas pasadas y no quiero volver a entonces, cuando te decían 'usted no sabe con quién está hablando’. A mí, con quince o dieciséis años, como llevaba los pelos largos, me cogían de ellos los cuerpos y fuerzas de seguridad y me decían: '¿A dónde vas niña, nenita?, a ver si te pelas’. Todas estas cosas me dan un poquito de pánico. En este momento creo que lo mejor de nuestro país es la diversidad, pero también creo que lo peor es esa gente que no acepta esa diversidad. A la actualidad de España le encajaría bien títulos como 'La jaula de las locas’, 'Grupo salvaje’ o 'La jauría humana’”.

Dispuesto a seguir escuchando uno de sus discos favoritos, Zappa en Nueva York, el álbum con el que el pionero en romper las barreras entre rock, jazz y música clásica, Frank Zappa, le ganó la partida a Warner y recuperó los derechos de divulgación de su trabajo, el hombre tranquilo y más alejado a los malos que, sin embargo, lleva treinta y cinco años interpretándolos, despide su Playlist. En un patio que rezuma la vida de sus tiestos, con una hamaca y el poema Donde habite el olvido de su paisano Luis Cernuda, Antonio Pérez Dechent disfruta de su pequeño paraíso trianero antes de que se asome a la no belleza del mundo que trae la portada del periódico que le acecha y los WhatsApp que no le dejan de entrar: “En España siempre hemos dicho que 'no vivimos para trabajar sino que trabajamos para vivir’, pero eso hoy es mentira. Sin embargo, tengo dos hijos y, por tanto, no puedo permitirme el lujo de creer que las cosas no tienen arreglo”.

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