Este domingo escribe Maika Imedio, comentarista habitual de este blog. Maika Imedio
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Por obra y arte de la tergiversación y manipulación de conceptos, la “Ley de Promoción de la Autonomía personal y atención a personas en situación de dependencia” se ha convertido en la “Ley de Dependencia”. Muchos la llamamos “LEPA”, es decir, Ley de Promoción de la Autonomía, pero la palabra “dependencia” está en boca de todos: PDDFs (Personas Discriminadas por su Diversidad Funcional -discapacidad-), personas de la tercera edad, familias, ciudadanos en general, políticos, profesionales de los servicios sociales, etc.
Nunca una sociedad fomentó tanto el sentimiento de independencia y condenó, al mismo tiempo, a varios millones de seres humanos al terreno contrario, el de la dependencia. Así pues, nos enfrentamos a una paradoja. Aquí y ahora respiramos sueños de libertad y hasta recurrimos a la independencia como reclamo a la hora de vender pisos: “¿Cuánto estarías dispuesto a pagar por tu independencia?”, se lee en la valla publicitaria de una promoción de viviendas en Toledo. Sin embargo, ay ay ay, no todos tenemos derecho a ser independientes...
Utilizo silla de ruedas para desplazarme porque tengo una paraplejia, soy una persona discriminada por mi diversidad funcional y pretendo tener una vida propia, igual que los demás ciudadanos, pero a día de hoy quienes somos discriminados por nuestra diversidad funcional vivimos vidas robadas y aspiramos a que dejen de robarnos la vida.
Frente a nuestro lícito anhelo, los legisladores que hicieron la LEPA pensaron en nosotros como en dependientes; los políticos de uno u otro signo apuestan o no por la Ley convencidos de que somos dependientes; algunas plataformas ciudadanas surgidas en defensa de la LEPA no quieren ni oír hablar de independencia y nos relegan al papel de receptores pasivos de cuidados familiares o profesionales que nos restan dignidad porque nos impiden ejercer empoderamiento y pisotean nuestro derecho a decidir sobre nuestra propia vida; ídem para los directores y gerentes de servicios sociales. Entre los defensores de la independencia -porque haberlos, haylos, eso sí- están quienes comparten la filosofía de Vida Independiente, un movimiento internacional que también existe en nuestro país y que respira en un oasis en medio del desierto de la dependencia y la falta de derechos, dignidad e igualdad.
Un alto cargo de la Junta de Castilla-La Mancha me dijo hace poco que la LEPA arrastra un lastre: el Comité Español de Representantes de Personas con Discapacidad (CERMI) se empeñó en que la Ley, inicialmente prevista para las personas de la tercera edad, acogiera también a quienes el CERMI denomina “discapacitados”. Craso error cometió el CERMI, porque las realidades humanas de la tercera edad y de la diversidad funcional no nacen tienen la misma esencia. Y craso error cometen los políticos por no corregir ese yerro de base.
A partir de ahí, los disparates fueron un suma y sigue. El más lesivo, que la Ley no se adecua a las directrices de la Convención de la ONU sobre los derechos de las personas con diversidad funcional (discapacidad), ratificada por España, en vigor en nuestro país desde mayo de 2008 y una normativa de obligado cumplimiento y de rango superior, es decir, que obliga a modificar nuestro ordenamiento jurídico para adaptarlo a la Convención.
Una parte de la ciudadanía defiende esta Ley y otra parte no, pero pocos hablan de su contenido en relación con la Convención. Sólo varios miembros del Foro de Vida Independiente y Divertad, muchos de ellos usuarios de sillas de ruedas, en una acción sin precedentes en nuestro país se encerraron y pasaron una noche en la sede del IMSERSO en Madrid el 12 de septiembre de 2006 como acción reivindicativa para que la figura del Asistente Personal, incluida en la Convención, formara parte de la Ley española.
El final del camino llegará cuando la sociedad no nos mire como parte de una jerarquía vertical en la que estamos por debajo de quienes “se ocupan” de nosotros. Llegará cuando nos perciba en igualdad. Cuando empiece a vernos como a seres humanos en situación de (in)dependencia; ciudadanos que podemos ser tan independientes como cualquier hijo de vecino cuando se nos proporciona el apoyo necesario en forma de Asistencia Personal, al que tenemos derecho según la Convención de la ONU.
¿Qué tendremos que hacer para que la sociedad deje de considerarnos dependientes y empiece a vernos como lo que somos, ciudadanos de pleno derecho y dignos de la misma igualdad que quienes nos contemplan en desigualdad, es decir, en dependencia? ¿Qué tendremos que hacer para que los políticos y los agentes sociales transformen la “Ley de Dependencia” en “Ley de Independencia”? ¿Y para que la sociedad asuma que ahora se nos obliga a vivir vidas que no hemos decidido vivir cuando se nos encierra en centros de segregación, léase guetos (residencias, centros de educación especial y centros especiales de empleo)? ¿Qué hay que hacer para que los ciudadanos en general contribuyan a derribar la sociedad especial creada en paralelo para quienes no nos ajustamos al parámetro de una fingida normalidad, impuesto por la mayoría, y acepten que las personas discriminadas por nuestra diversidad funcional -que sólo funcionamos de forma diferente- tenemos derecho a vivir en la misma sociedad en la que viven ellos? ¿Cuándo se darán cuenta de que el ser humano es diverso, diferente e igual por naturaleza? ¿Y qué tendremos que hacer para que tomen conciencia de que, si nos cuidan, también nos matan, porque nos consideran seres pasivos, no nos dejan decidir y olvidan que nuestra autonomía personal pasa ineludiblemente por ser los dueños de nuestra vida, mientras que ahora nuestros dueños son ellos?
“Somos la voz de nuestros dependientes”, dicen quienes se erigen en defensores -supuestos defensores, más bien- de nuestros derechos -supuestos derechos-. Los independientes también tenemos voz y se la haremos oír aunque nos vaya la vida en ello, una vida robada, eso sí.