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24 de diciembre de 2021 21:18 h

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“La República es la forma de gobierno ‘de hecho’ en nuestro país. En consecuencia, nuestro deber es acatarla. (…) Y no le acataremos pasivamente… le acataremos de un modo leal, activo, poniendo cuanto podamos para ayudarle en su cometido”. Con estas palabras saludaba al nuevo régimen el editorial del 15 de abril de 1931 de El Debate. El diario católico, fundado por Ángel Herrera Oria, asumía el resultado electoral, con la consiguiente huida de Alfonso XIII.

Y es que, al menos al comienzo, buena parte de los católicos acogieron con naturalidad, incluso con esperanza, la llegada de la II República, tras años de corrupción, ‘dictablandas’ y una brutal crisis económica y social. Más tarde llegaron decisiones polémicas, como la expulsión de los jesuitas, y algaradas que llevaron a las primeras quemas de iglesias, la revolución de Asturias… y el apoyo decidido del Episcopado (y de Roma) al bando sublevado en el golpe de Estado de julio de 1936. Pero no se puede obviar —algo que se empeñan en hacer historiadores conservadores— que la Iglesia asumió con normalidad el cambio de régimen y que, incluso, muchos católicos se sumaron a la esperanza que surgió el 14 de abril de 1931. 

De hecho, tanto el primer presidente de la República, Niceto Alcalá-Zamora, como su Ministro de Gobernación, Miguel Maura, encargado de las relaciones con la Iglesia católica, eran católicos declarados, de misa y comunión diarias. Dos años antes, Roma firmaba con Mussolini los pactos de Letrán, que acabaron con medio siglo de encierro del Papa entre los muros vaticanos. El muy conservador Pío XI trataba de extender su influencia entre la extrema derecha que comenzaba a campar a sus anchas por toda Europa, con especial énfasis en Italia, España y la Alemania donde Hitler comenzaba a erigirse como un líder reconocido. 

Libertad religiosa y fin de los privilegios 

El Vaticano de entonces no había pasado por el Concilio Vaticano II — tardaría aún tres décadas en hacerlo—, y no quería saber nada de libertad religiosa en una Europa que se entendía desde el paradigma católico del Concilio de Trento, la persecución a los herejes y la total ausencia del diálogo interreligioso. Tal vez por ello los obispos españoles más reaccionarios se subieron por las paredes al comprobar que la primera medida del gobierno republicano fue la de establecer la libertad religiosa en todo el Estado español. 

Todavía Azaña no había pronunciado su famosa “España ha dejado de ser católica”, pero la República apostaba por un laicismo que quería dar libertad a todos para profesar su fe, fuera cual fuera, o para no creer en dios alguno. 

El 17 de abril, Maura dio instrucciones a los gobernadores civiles para que se abstuvieran de acudir a los actos religiosos, lo que supuso una declaración de intenciones por un Estado laico. En las siguientes semanas, el Gobierno aprobó la disolución de las órdenes militares, la asistencia obligatoria a actos religiosos en cárceles, el fin de las exenciones tributarias a la Iglesia, o la declaración de la enseñanza religiosa como voluntaria. Muchos de los temas siguen muy vivos 90 años después en la España contemporánea. 

Por contra, el Gobierno aseguró al representante papal, el nuncio Federico Tedeschini (quien se mantuvo en su puesto hasta junio de 1936, tal vez avisado de la que se avecinaba apenas un mes después), que mientras no se aprobase la Constitución se respetaría el Concordato, vigente desde 1851, a cambio de que la Iglesia diera muestras de acatar el nuevo régimen.  

Así se hizo. Roma acató la República, y el 24 de abril de 1931, el nuncio Tedeschini enviaba un telegrama a todos los obispos en el que les transmitía el “deseo de la Santa Sede” de que “recomendasen a los sacerdotes, a los religiosos y a los fieles de sus diócesis que respetasen los poderes constituidos y obedeciesen a ellos para el mantenimiento del orden y para el bien común”, tal y como recuerda el sacerdote e historiador Vicente Cárcel Ortí. No todos le hicieron caso. 

Tres clases de católicos en la República

¿Cómo respiraba el catolicismo que acogió la II República? Historiadores como María Pilar Salomón Chéliz, de la Universidad de Zaragoza, sostienen que podían diferenciarse, al menos, “tres posiciones representativas del heterogéneo universo católico español”.

Una primera, radicalmente intransigente, que aspiraba a eliminar la libertad de cultos y volver a la confesionalidad católica de la nación. Diputados como los canónigos Ricardo Gómez Rojí y Antonio Pildáin o periódicos como El Siglo Futuro defendieron estos postulados, capitaneados desde un sector integrista del episcopado por el primado de Toledo, el cardenal Segura, quien hizo campaña en contra de la República en abril de 1931, señalando que era “una obra de los enemigos de la Iglesia” y calificándola de “castigo divino” después de su promulgación. Tras sucesivos ataques a la República y una dura reivindicación de la monarquía huida, el Gobierno y Roma acordaron su salida de España.  

Los obispos más reaccionarios se subieron por las paredes al comprender que la primera medida del Gobierno fue establecer la libertad religiosa

En una lectura más posibilista se insertaban diputados católicos como Gil Robles, que valoraban la libertad de la conciencia y la separación Iglesia-Estado —siempre que hubiera un concordato con la Santa Sede— , y obispos como el cardenal Vidal i Barraquer, de Tarragona —uno de los pocos en no firmar, en 1937, la Carta colectiva de los obispos españoles santificando la ‘Cruzada’ de Franco, lo que pagó con el exilio y el ostracismo— , y el cardenal Ilundáin, de Sevilla, que abogaban por la colaboración con el nuevo régimen.

Por último, un grupo minoritario de católicos republicanos o liberal demócratas, como Ossorio y Gallardo o Niceto Alcalá-Zamora —jefe del Gobierno provisional y, posteriormente, presidente de la República hasta mayo de 1936—, defendían la libertad de cultos y la aconfesionalidad del Estado. 

La cuestión religiosa marcó la división entre los republicanos

Los diputados católicos no pudieron impedir la desaparición de la educación religiosa, la supresión de la Compañía de Jesús y las algaradas que llevaron a la quema de conventos en mayo de 1931. Posteriormente, la Constitución de la República reconocería la libertad de cultos e implantaría la separación Iglesia-Estado como base de un amplio programa laico.  

La minoría católica en las Cortes Constituyentes mostró su rechazo al laicismo republicano y, desde la aprobación del polémico artículo 26, convirtió la revisión de la Constitución en uno de los ejes centrales de su acción política. Ese día, señala el teólogo Carlos García de Andoin, la cuestión religiosa consiguió “unir a los antirrepublicanos y separar a los republicanos”. Los católicos Alcalá-Zamora y Maura dimitieron de sus cargos y Azaña se convirtió, tal vez sin quererlo, en jefe de Gobierno de la República. 

Pese a todo, Tedeschini y el ministro Fernando de los Ríos, sobrino del fundador de la Institución Libre de Enseñanza, mantuvieron relaciones cordiales, e intentaron, casi hasta el final, que España y la Santa Sede suscribieran un ‘acuerdo de mínimos’ que permitiera la convivencia de la religión mayoritaria en un Estado netamente laico. Hubo, incluso, un ‘Acuerdo reservado’ que contaba con el plácet del entonces secretario de Estado vaticano —y futuro Pío XII—, Eugenio Pacelli. Finalmente, no pudo alcanzarse el consenso necesario.

En 1933, justo el mismo día en que se aprobaba la ley de Confesiones y Congregaciones Religiosas —que obligaba a las instituciones de la Iglesia a inscribirse, establecía el cierre de las escuelas católicas, nacionalizaba parte de los bienes de la Iglesia y suprimía la dotación de “culto y clero”—, Pío XI publicaba la polémica carta ‘Dilectissima nobis’, en la que condenaba la “injusta” situación sufrida por la Iglesia y llamaba a los católicos a organizarse.  

La revolución de Asturias de 1934 y los primeros asesinatos de sacerdotes supusieron la quiebra total entre la Iglesia y el Gobierno. Las derechas católicas se unieron en torno a la CEDA y el bando republicano se aglutinó en el Frente Popular. El resto de la historia se tiñó de sangre. Y, tras la victoria franquista, la Iglesia recuperó sus privilegios como premio a su trabajo en la ‘Sagrada Cruzada’. Pero esa ya es otra historia. 

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