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Opinión - Un tercio de los españoles no entienden lo que leen. Por Rosa María Artal

La gente es obediente

Controles de acceso a Igualada.

Diego Fonseca

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Vivimos días en los que la cercanía es sospechosa, hasta criminal, quizá bioterrorista. Exagero, y no. Pero ayer pasé por la barricada de control que siega la salida de Igualada a Barcelona por la A-2, y el mosso que la custodiaba —el otro, pues andan en pares, charlaba con una vecina metros ha—, me miró con interés.

Mirar con interés: de arriba abajo, levantando el mentón, acercándose un poco hacia el borde de la carretera, sin decir nada, pero sugiriendo todo. Y todo era —supuse, pues hoy vivimos en la anticipación permanente— que redujese la velocidad y me detuviera donde estaba.

Lo hice: el mosso en una banquina y yo en la otra. Cada uno seguro de que nadie saldría mal parado del encuentro, como si fuéramos dos malevos de arrabal a punto de pelar una faca para tajear al otro.

—¿Cómo va todo? —dije con mi mejor tono amistoso procurando no intimidar al fiero varón.

—Normal. No pasa mucho —dijo—. La gente es obediente.

Al fin, diré. A Igualada le tomó un día ponerse los pantalones: la primera jornada de confinamiento, cuando la comarca fue el cobayo del encierro español, la parroquia anduvo remolona. Los viejos y los jóvenes y las madres y los padres todavía se sentaban en los cafés a charlar largo, sin mucho afecto por la mentada distancia sanitaria. Demasiados iban a los supermercados sin guantes, tapabocas ni sentido común. Nunca tuve tanto temor de comer una banana. Jamás me sentí tan intimidado por una alcachofa desnuda al alcance de cualquier mano descuidada.

Pero ya no. Ahora los igualadinos han optado por la obediencia. Desde que toda Cataluña fue enviada a casa, Igualada se guardó también. En la ciudad el silencio es material: se oye y se palpa. Aquí gustan las motos y —diosa fortuna— hasta esos motores histéricos desaparecieron.

Pero hay algo que me intriga. En la salida a Barcelona hay una defensa triple: una hilera de conos anaranjados que cierra el acceso a la rampa y desvía los coches hacia el carril izquierdo, otra que cubre el pavimento de banquina a banquina y una tercera de bloques de cemento —los jersey.

—Parece que temieran que alguien se escape en camión —le digo señalando los jersey.

El mosso no se inmuta.

—La seguridad siempre es necesaria —me dice, con voz de padre relajado—. Y a veces es mejor tener mucha.

Creo que es la primera vez en mi vida que estoy de acuerdo con un policía, y seré juzgado, pero no puedo oponerme a la idea: si fallo, oblíguenme a comportarme. (Dios, seré juzgado.) Son circunstancias extraordinarias. Acepto esto, sin dudar: cedo mi individualidad a favor de la seguridad colectiva.

El mosso ya se relajó y su compañero se acerca cansino después de ver que su compañero anda afable —por ende, no soy un riesgo. Puedo ver que tienen ganas de hablar. Pero yo acá pongo la línea. Agradezco, saludo, y parto a casa. Obediente.

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