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The Guardian en español

El Brexit y los errores nos han llevado al desastre de la izquierda

Jeremy Corbyn, líder del Partido Laborista.

Owen Jones

Por lo general, los traumas no dan paso a profundas reflexiones, pero el desastre del 12 de diciembre merece el análisis profundo de una izquierda en duelo. Tras la popularidad que las ideas de izquierdas habían demostrado tener en las elecciones de 2017, el batacazo de 2019 es toda una lección del daño que puede provocar la falta de un mensaje coherente de campaña en medio de una guerra cultural.

Los votantes no han abandonado al Partido Laborista porque piensen que el 5% de los más ricos paga impuestos suficientes, ni porque crean que nuestro sistema ferroviario privado es un éxito maravilloso o porque les fascinen los astronómicos precios de la matrícula universitaria. No han sido las políticas radicales las que han causado la caída y sigue sin haber señales de que los votantes se mueran por el centrismo en ninguna de sus formas, ya sea la encarnada por los LibDems o por Change UK.

La gente se ríe cuando alguien señala al Brexit como un factor clave en la derrota electoral del Partido Laborista. El motivo verdadero, dicen, es la falta de popularidad de Jeremy Corbyn. Pero lo cierto es que el derrumbe sufrido por el líder laborista entre las elecciones de 2017 y la semana pasada tiene mucho que ver con el Brexit.

En enero, la empresa de encuestas YouGov preguntó a los votantes que antes tenían buena opinión de Corbyn por qué habían cambiado de opinión. En torno al 75% dijo algo relacionado con el Brexit, que desde el año 2017 ha sido el tema de la política británica, silenciando el debate sobre las políticas populares del Partido Laborista.

Preocupado por la dificultad de mantener unida la coalición de votantes de 2017, donde había gente pro-Brexit y gente a favor de la permanencia en la Unión Europea, el Partido Laborista acabó paralizado, ¿pero qué tendría que haber hecho entonces? Algunos de nosotros argumentamos apasionadamente en contra de un nuevo referéndum y hasta se habló de llegar a un acuerdo con Theresa May, temiendo que el Partido Laborista fuera barrido en el Norte y en las Midlands.

Cuando en las elecciones europeas de esta primavera los votantes laboristas pro UE desertaron en masa hacia los Lib Dems y hacia los Verdes, a la cúpula laborista no pareció quedarle más opción que la de respaldar un segundo referéndum. Un giro que ahora se demuestra fatal: un 39% de los que abandonaron al Partido Laborista desertaron a los Tories o al partido del Brexit, pero en las encuestas internas el apoyo de los votantes pro-Brexit y pro-UE ya se había derrumbado meses antes.

La clave del fracaso (sí, lo escribo con retrospectiva) fue no haber usado el capital político de las elecciones de 2017 para defender la opción de un Brexit suave al estilo noruego y descartar definitivamente un nuevo referéndum. Si ese mensaje se hubiera impuesto con una disciplina férrea, no se habría instalado esta percepción de debilidad y de dudas. Otra cuestión es saber si algo así era políticamente viable, si los miembros del Partido Laborista podrían haberlo hecho suyo o no. Pero lo cierto es que no haber actuado con rapidez dejó espacio para la ilusión de de que se podía revertir el resultado del referéndum del Brexit de 2016. Un espacio que los líderes a favor de la permanencia aprovecharon para acosar a la cúpula laborista y catalogar de intolerantes e incautos a los votantes pro Brexit.

La izquierda tiene que reconocer su fracaso en estas elecciones, pero también tendrán que hacer introspección los que se pasaron dos años diciendo que el Partido Laborista no tendría que pagar ningún precio por cambiarse al bando pro-UE, algo que según ellos sólo impedía el tozudo euroescepticismo de Corbyn. El Brexit ya está decidido y el laborismo debe descartar de una vez por todas la posibilidad de volver a unirse a la UE en su forma actual.

El Partido Laborista se ha enfrentado a un asedio despiadado, tanto desde los periódicos como desde los anuncios de Facebook, pero eso no puede servir de excusa para ignorar sus propios y graves errores. El paseo triunfal posterior a las elecciones de 2017 fue un error: generó una complacencia que ha sido fatal.

En muchas ocasiones, los líderes han adoptado una mentalidad de búnker destructiva. Por mucho que fuera comprensible, teniendo en cuenta las circunstancias, no era una actitud ganadora. Las burocráticas políticas de la maquinaria del partido se chocaban demasiado con el idealismo juvenil del movimiento general. Dentro del partido había gente quejándose de la ausencia total de una estrategia de comunicación y de que nadie intentara de verdad hacer algo con los desastrosos índices de popularidad de Corbyn.

Lo más terrible de la reacción a la crisis por el antisemitismo fue la poca inteligencia emocional. Corbyn no es antisemita y tampoco la gran mayoría de los miembros del partido, pero es verdad que hubo antisemitismo por parte de una minoría y que causaron un profundo daño a los judíos. Lo que faltó en la respuesta de la dirección no fue una mejora de los procesos internos (algo que ocurrió con demasiada lentitud), sino empatizar con el trauma colectivo de una minoría que ha sufrido 2.000 años de persecución sistemática y un intento de completa exterminación en la historia reciente. Una minoría que siente que las cosas podrían darse la vuelta en cualquier momento, dondequiera que vivan, y ser forzados a huir igual que sus antepasados.

Es doloroso ver a la máquina política y mediática racista de los conservadores acusando al Partido Laborista de racismo, pero tenemos que aceptar que el daño a los judíos fue real, que el tema no se abordó adecuadamente y que el error caló en la opinión pública.

Los líderes laboristas no supieron defenderse en temas de política exterior. Debería haber sido perfectamente posible condenar la locura criminal de la guerra en Irak, la atrocidad de los ataques saudíes contra Yemen y la injusticia de la ocupación israelí de Palestina sin tener que cuestionar torpemente la verdad sobre la participación de Rusia en el envenenamiento de Salisbury.

Luego está la propia elección. A la campaña le faltaba un relato coherente. Antes de que hicieran público el programa, le pregunté a un alto cargo laborista si tendría una visión clara. “Bueno”, me respondió. La campaña fue una evocación de Oprah Winfrey gritando a su afortunado público: “¡Se han ganado un coche! ¡Se han ganado un coche!”. Frente a la implacable disciplina en el mensaje de los conservadores, el laborismo lanzaba aleatoriamente al éter una nueva política cada día. La oferta de medidas era desconcertante y, por eso mismo, difícil de creer.

El ala derecha del laborismo está decidida a deshacerse de la izquierda del partido. “¿Cómo pudieron pensar que algo así funcionaría?”, es su reclamo ensordecedor. Antes de las elecciones de 2017 escribí en estas páginas que para no perder las elecciones, Corbyn tendría que dimitir. Pero el voto del Partido Laborista creció un 40% y se demostró que me había equivocado. Los resultados dejaron a los conservadores sin mayoría absoluta.

El resultado de la semana pasada ha sido un duro golpe, pero no creo que en la izquierda nadie deba lamentar nuestro entusiasmo por el programa de transformación ofrecido: son las políticas adecuadas para el país y para el planeta y eso no lo cambia una mala campaña.

Ser sinceros en la autocrítica también significa no sacar conclusiones erróneas. Eso de que los laboristas han perdido a las comunidades de la clase obrera de repente no es coherente con la ventaja que el laborismo obtuvo sobre los conservadores dentro de la franja de votantes en edad de trabajar. Y la ventaja laborista entre los menores de 45 años fue mayor la semana pasada que en el aplastante triunfo de Tony Blair en 1997. El Partido Laborista ha pasado a ser marginal entre los jubilados. Sin abandonar los valores progresistas que para sus simpatizantes más jóvenes representan artículos de fe, el partido debe centrarse ahora en los jubilados.

La tragedia de la izquierda hoy es que la apertura política se ha producido en un momento en que los únicos candidatos viables son supervivientes de luchas pasadas o carismáticos luchadores jóvenes que no están en posición de convertirse en líderes. Como dice el exjefe de política del partido, Andrew Fisher, haber sido relegada al desierto durante toda una generación dejó a la izquierda casi sin burócratas ni organizadores experimentados, especialmente para manejarse en un ambiente hostil. Al menos ahora eso ha cambiado.

La derrota del Partido Laborista ha sido un desastre para el partido y para las personas a las que representa. El liderazgo de Corbyn ha sido destruido por el Brexit, por los despiadados ataques de sus rivales de dentro y fuera y por sus propios y graves errores. Cualquier futuro proyecto de la izquierda debe aprender de todo esto. Pero no han sido sus políticas insignia las que lo condenaron. Ni la estatización ni la justicia fiscal ni la inversión pública. Esas ideas deben permanecer en el núcleo de los que venga después.

Traducido por Francisco de Zárate

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