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Rafa Nadal y los trabajadores de Navantia

Rafa Nadal durante un torneo

Ignacio Robles

Bombero y activista contra las armas —

Preguntan en Yemen si las decenas de miles de compatriotas masacrados por Arabia Saudí durante los últimos tres años deberían haber muerto en un consulado para que alguien los tomara en serio. El descuartizamiento de Jamal Khashoggi ha centrado ahora la mirada internacional en un país que ya hace tiempo que cruzó todas las líneas rojas imaginables.

En septiembre, Margarita Robles anunció la paralización de un envío de bombas idénticas a las usadas para destruir un autobús escolar lleno de niños. A los saudíes no les gustó y amenazaron con romper un contrato para construir buques de guerra. Esto, a su vez, no gustó a los trabajadores que iban a construirlos, que salieron a manifestarse. El Gobierno tomó nota de las movilizaciones, desautorizó a la ministra, dio un giro de 180 grados en su posición y acabó mandando las bombas. Desde entonces todos los acontecimientos, incluido el brutal asesinato del periodista saudí del Washington Post, se han enmarcado en el debate entre si defendemos los puestos de trabajo o los Derechos Humanos. Pan aquí contra muertos allí, y parecía que la elección estaba complicada hasta que Pedro Sánchez deshizo el empate: “Priman los empleos, los intereses de los españoles”.

Todo encaja, hay una razón superior para renunciar a la coherencia: los puestos de trabajo en un astillero.

Hasta que dejó de encajar, cuando más de 3.000 personas salieron a la calle para tratar de evitar el cierre de otro astillero, el de La Naval de Sestao. Incomprensiblemente, allí no había periodistas y su reivindicación no abrió informativos. ¿Cómo era posible? Protestaban igual que en Cádiz y ni siquiera pedían construir corbetas para matar niños de hambre, solo pedían financiación para poder terminar la draga que tenían a medias. Una draga para construir, no buques de guerra para arrasar, y nadie los escuchaba. Algo estaba fallando.

¿Y si no es cierto? ¿Y si estamos atribuyendo a unos trabajadores unos “superpoderes” que, en un país que crea y destruye cientos de miles de empleos cada trimestre, realmente no tienen? ¿Y si la culpa de lo que está pasando no la tienen los trabajadores de Navantia? Vayamos por partes.

Brasil prevé la compra de cinco corbetas a través de su programa Tamandaré, las mismas que Arabia Saudí. Desarrollar una oferta de estas características requiere un trabajo enorme y Navantia lo tenía ya hecho, todo estaba de su parte, pero en abril renunció a este contrato alegando “exceso de carga de trabajo”. Dos contratos similares, no hace ni seis meses se renunció a uno… ¿Y ahora estamos dispuestos a vender nuestra alma al diablo saudí por el otro? Algo sigue sin encajar en todo esto.

Por otro lado, varios informes avalan que la viabilidad de los astilleros de San Fernando no solo no depende de la construcción de corbetas para regímenes genocidas, sino que no depende de la industria militar en absoluto. La nueva normativa de reciclado ecológico de buques, así como el auge de la energía eólica off shore, podrían ofrecer una oportunidad real de reconversión hacia el sector civil. Todo indica que la carga de trabajo de Navantia podría ser, en vez de un motivo para colaborar con Arabia Saudí, una oportunidad real y viable para reducir nuestra dependencia del petróleo de este siniestro país. Al final, parece que las cosas no dependen tanto de los trabajadores de Navantia como de la voluntad política, y en realidad se les está utilizando como cortina de humo. Ahora toca saber quién se esconde al otro lado.

Los grandes constructores de este país acumulan cientos de millones de euros en multas por incumplimientos en la construcción del AVE a La Meca, que Arabia Saudí se ha mostrado dispuesta a perdonar en un clima de colaboración. Este clima también beneficiaría a la Casa Real, gran comisionista en esta y otras operaciones según la protagonista de la historia Corinna zu Sayn-Wittgenstein. Muchas otras de las grandes fortunas de este país se ven beneficiadas también por este clima de entendimiento, como ha reflejado Bob Pop en su acostumbrado tono irónico pero certero: “A lo mejor lo que nos preocupa tanto en este país no es que pierdan el trabajo los señores que fabrican armas, sino que los señores que se llevan la comisión pierdan su porcentajito”, apuntando a la familia Aznar entre otros. Tampoco hay que olvidar a los banqueros que financian el tinglado.

Y todo esto sin contar a los verdaderos beneficiados de la floreciente industria armamentística española, que no son precisamente sus trabajadores. En cualquier consejo de administración de la gran empresa armamentística que se elija, la notable presencia de militares de alto rango y políticos en sus sillones convierte a este sector al completo en una gigantesca puerta giratoria que no para de girar, llenando los bolsillos de sus poco escrupulosos usuarios. Y no queda ahí la cosa, ya que en sus negocios con Oriente Medio estas operaciones se ven siempre engrasadas con comisiones millonarias, como se ha demostrado en los casos de Defex en España, Nexter en Francia y otros.

En definitiva, un negocio de valor incalculable en manos de unos pocos, consolidado por décadas de buenas relaciones con asesinos, que recientemente ha amenazado con desmoronarse. Todo empezó con un tuit y el inesperado ataque de decencia de una ministra.

En agosto de este año, Canadá criticó tímidamente por Twitter el arresto de activistas en Arabia Saudí. El príncipe heredero Mohamed bin Shalman reaccionó cortando de raíz cualquier tipo de relación con el país norteamericano: expulsó a su embajador, cerró las rutas aéreas entre ambos países, ordenó el regreso de 16.000 estudiantes y congeló cualquier tipo de inversión allí.

Apenas dos semanas después, la ministra de Defensa anunciaba la paralización del envío de las famosas bombas, y gran parte de las élites de este país casi infarta ante la noticia. Los teléfonos empezaron a echar humo exigiendo una rectificación inmediata, pero después de levantar la liebre no era tan sencillo enviar unas bombas destinadas a asesinar civiles. Las élites no estaban dispuestas a mancharse la manos con sangre yemení y todas las miradas se volvieron hacia unos trabajadores desesperados. Se corre la voz de que peligra su sustento, reuniones con el comité de empresa, los sindicatos, se calienta una asamblea… y finalmente salen a la calle. Todo solucionado, los malos son ellos.

Luego, a nuestros socios se les fue la mano en un asuntillo con un periodista en un consulado, pero el Gobierno tenía aprendida la lección. Pedro Sánchez condenó el asesinato, aunque acto seguido aseguró que iba “a actuar con responsabilidad” debido a que afectaba “…a zonas especialmente afectadas por el drama del desempleo”. En resumen, vino a decir que todo seguirá igual: los dólares, el crudo y las comisiones seguirán fluyendo a borbotones hacia los bolsillos adecuados, y los supuestos responsables seguirán siendo los trabajadores que defienden sus garbanzos.

Solo quedaba un detalle, blanquear la deteriorada imagen de Arabia Saudí para que las aguas vuelvan definitivamente a su cauce. Nada mejor para este fin que enviar a nuestro mejor embajador, el gran Rafa Nadal, que jugará allí un partido de exhibición. La limpieza de este particular “señor Lobo” les saldrá a los saudíes por el módico precio de un millón de dólares.

Mientras el mundo mire ensimismado la pelotita botando por la pista, en Yemen seguirán asesinando impunemente a decenas de miles de inocentes.

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