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Se pasa una página en Cataluña... y se abre otra

Comienza la Mesa de Diálogo para Cataluña con Sánchez y Torra a la cabeza

Carlos Elordi

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Con la reunión del miércoles en La Moncloa se ha pasado una página de la crisis catalana. Finalmente, después de casi diez años de alejamiento cada vez más total, hay diálogo entre Madrid y Barcelona. Hay que alegrarse de ello. Y mucho. Porque la situación anterior era insostenible. No llevaba sino al deterioro político y económico de todas las partes, de España en general. Ahora, en lo concreto, el nuevo clima, de diálogo que no de entendimiento, hará posible que el Gobierno de coalición apruebe sus presupuestos y que dure al menos dos años más. Pero luego, ¿qué?

Para responder a esa pregunta sería necesario conocer la visión a largo plazo que Pedro Sánchez y Pablo Iglesias tienen del conflicto catalán. No tanto de sus intenciones con respecto a la suerte de los encarcelados y exiliados del procés, que todo indica que ambos líderes y el Gobierno, dentro de las limitaciones legales y hasta modificando las leyes si hace falta, harán todo lo que puedan para acortar la aberración política que esos castigos suponen. Sino respecto al fondo del asunto, sobre el derecho a la autodeterminación que piden los independentistas y, en general, sobre las demandas institucionales que estos plantean.

Lo dijo el miércoles Quim Torra. Lo ha confirmado el jueves Pere Aragonès. Por mucho diálogo que haya, los partidos independentistas quieren un referéndum como primer paso hacia la independencia. Ese va a ser el mensaje principal de la campaña electoral que ambos, y las demás fuerzas menores de ese campo, ya han iniciado para las elecciones que se celebrarán este otoño. Aunque puede retrasar el momento de encarar el asunto, tarde o temprano el Gobierno de coalición tendrá que decir qué piensa hacer al respecto.

No hay que asustarse. Es lo normal. Lo antinatural es lo que ha ocurrido desde que en 2006 el Partido Popular interpuso un recurso de inconstitucionalidad contra el Estatut que había propiciado Pasqual Maragall y que habían aprobado tanto el Congreso de los Diputados como los ciudadanos catalanes en referéndum. Y, sobre todo, desde que en 2010 el Tribunal Constitucional recogiera buena parte de ese recurso y se cargara el Estatut.

Desde entonces, la situación no ha hecho sino agravarse hasta llegar a la insensata declaración unilateral de independencia, al 1-O, a la represión irracional que le siguió y a la decisión de Mariano Rajoy, inane tras su fracaso y superado por los acontecimientos, de entregar a la justicia, a los jueces más ideologizados y antinacionalistas, la conducción de la crisis catalana por parte del Estado.

Era evidente desde hacía tiempo que esa dinámica no podía mantenerse, que de alguna manera había que dar marcha atrás. Aunque hizo algún gesto de que no estaba cómodo con cómo estaban transcurriendo las cosas, Pedro Sánchez no se atrevió a plantar cara a la deriva autoritaria e irracional de Mariano Rajoy en este asunto. En cambio, Pablo Iglesias se manifestó claramente en contra desde el primer momento.

La actitud del líder socialista empezó a cambiar cuando necesitó los votos de ERC y Junts per Cat para ganar la moción de censura. Luego se echó un tanto para atrás –en él mandaron los intereses electoralistas en una España que entonces estaba mayoritariamente en contra de cualquier concesión a los independentistas– y estos se lo hicieron pagar tumbándole el presupuesto de 2019.

Ahora, tras la formación del Gobierno de coalición, va más en serio. Ha debido de comprender que no tiene más remedio que arriesgar en esta materia y su debilidad parlamentaria relativa, su necesidad de contar con el apoyo, o la abstención, al menos de Esquerra Republicana, le han disuadido de intentar las medias tintas.

La reunión del miércoles en La Moncloa es el primer hito en ese nuevo camino. Pero, en realidad, no es un avance sustancial. Porque significa la vuelta al tiempo previo al momento en que Maragall, con el apoyo inicial de Zapatero, se lanzó por el camino de una reforma estatutaria a fondo, casi la más ambiciosa que podía hacerse antes de llegar a la demanda de independencia.

En definitiva, es una vuelta atrás de casi 20 años. Con dos diferencias, entre otras muchas, respecto de aquella época. La primera es que el independentismo es ahora la fuerza mayoritaria en Cataluña, y entonces nadie podía ni sospechar que algún día podía llegar a serlo. La otra es que la larga e irracional campaña anticatalanista de la derecha ha logrado que una mayoría de ciudadanos españoles esté en contra de ceder ante los catalanes.

¿También de dialogar con el independentismo? Ahí las encuestas no lo dicen claro, pero alguna apunta tímidamente que hay ciertos cambios en esa dirección. La razón podría estar en el matizado cambio de posición de Pedro Sánchez, en la manera más moderada en que Pablo Iglesias defiende ahora su postura de siempre. O en que la sentencia del Supremo también ha provocado rechazo fuera de Cataluña. O simplemente en la comprensión, por parte de algunos de quienes antes se oponían a todo, seguramente todavía una minoría, pero tal vez no tan pequeña, de que había que hacer algo, de que así no se podía seguir.

Si ese cambio de actitud se consolida, el Gobierno ensanchará su margen de maniobra. Y le va a hacer falta. Pues, aunque la posibilidad de una amnistía está fuera del horizonte, Pedro Sánchez tendrá que hacer algo, y no precisamente un parche, con respecto a los encarcelados y exiliados del procés. Ya ha empezado a transitar por esa vía. Pero tendrá que dar pasos decisivos en poco tiempo. La suerte de sus presupuestos puede depender de ello.

Si la derecha está en pie de guerra desde que Esquerra se abstuvo en la investidura, cabe imaginar cómo estará el día en que Oriol Junqueras salga en libertad. Pero eso va a terminar ocurriendo. Lo único que cabe esperar es que el gran coste político que esas decisiones le van a suponer, sirvan a Sánchez para que los independentistas moderen algo sus exigencias en lo que al capítulo posterior del diálogo se refiere. El del derecho a la autodeterminación. Del que no tendrá más remedio que hablar tras las elecciones catalanas.

Ese será el momento de la verdad. No hay que descartar que se pueda llegar a un entendimiento sobre un término medio al respecto. Y que éste pacifique la crisis catalana. Hasta que vuelva a calentarse como viene haciendo, de cuando en cuando, desde hace casi siglo y medio. Porque así es la cosa. Y el mayor error de la derecha ha sido creer que con mano dura, sin contemplaciones, se podía acabar de una vez por todas con el problema catalán. De nada les ha servido el ejemplo de Franco, que también fracasó al intentarlo.

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