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La tentación de Janjanbureh

Janjanbureh, Gambia.

Carlos Conde

Reconozco que he hecho viajes a algunos lugares simplemente porque me sentía atrapado por la sonoridad de su nombre. Pronunciarlos todavía me atonta, (más aún si cabe), y me lleva en segundos a lugares lejanos, aventuras pendientes y amores perdidos. Son mi canto de sirena que nunca cesa, y me obligan a cruzar una vez tras otra el Mediterráneo en busca de aventura. En mi querida Libia llaman a este mar el Baḩr al Abyaḑ al Mutawassiţ “ese mar blanco que hay en medio” y no andan desencaminados, pues separa mis dos mundos, irreconciliables, los de la razón y el corazón.

Mombasa, Tombuctú, Kisangani, Lubumbashi o Kani Kombolé son algunos de mis nombres favoritos, a los que el camino me va llevando poco a poco. Soy consciente de que puede parecer una excusa, pero a ver quién se resiste a una tentación como la que hace unos meses me empujó hacia el interior de Gambia, seducido sin posibilidad de escape por el exotismo de un lugar que prometía a gritos aventura: la remota isla de Janjanbureh.

Una isla que en el pasado ejerció también de foco de atracción tanto para esclavos liberados como exploradores y aventureros. Representaba además el límite del mundo conocido, más allá aguardaban la muerte o la gloria, o ambas dos que casi siempre venían juntas. Lo dicho, una poderosa tentación. Allí descubrí, junto al río, un lugar que sigue como entonces, envuelto en un halo de aventura y romanticismo. Era tan solo un viejo embarcadero que daba acceso a un jardín frondoso que crecía a los pies de un gran fromager y de varios flamboyanes de un rojo encendido, una hamaca tentadora y varias chozas convertidas en un solitario lodge. Un lugar para quedarse. El lugar había sido invadido por decenas de amistosos monos, nadie más (amistosos hasta que vienen por tu comida, y entonces todo se convierte en una lucha por la supervivencia….).

Llegué hasta aquel lugar por el río, siguiendo los pasos de Mungo Park, que hace algo más de 200 años remontó el río persiguiendo el sueño de encontrar Tombuctú, la perla mejor escondida del desierto. Le costó la vida, que siempre ha tenido cierto peligro soñar. Como él, y como tantos exploradores que le siguieron, embarqué en el gran estuario de Banjul, dispuesto a seguir el curso del río hasta el otro extremo del país.

Enseguida me encontré con la primera gran sorpresa de la ruta, el bosque sagrado de Makasutu. Allí, entre árboles y manglares, hay oculto un lugar que monos y cocodrilos se resisten a abandonar. Así debe ser el paraíso, aunque también el purgatorio, pues tienta a la práctica desmesurada de varios pecados capitales, y no me refiero al de la envidia que me entró al ver el lugar. Si conseguís salir de allí, continuando entre los manglares, iréis descubriendo otros lugares tan imprescindibles como Sita Joyeh, una pequeña isla habitada por gigantescos baobabs centenarios, después un bosque de árboles fantasmas, más tarde una aldea djola, perdida entre un palmeral… Hay una sorpresa a cada recodo, y es que sólo por el río se pueden desvelar los mejores secretos de Gambia.

Más adelante se encuentra el humedal de Bao Bolong, frente al campamento de Tendaba, una de las mejores zonas del mundo para el avistamiento de aves. Allí vi garzas imperiales, cormoranes, pelicanos, chorlitos, jacanas… y hasta un colorido turaco, aunque reconozco que la práctica del ‘bird watching’ me produce el mismo torbellino de sensaciones que ver un partido de petanca. A mí lo que me gusta es el paisaje, y aquí, todo es espectacular.

Viajar por el Gambia es una buena manera de conocer las diferentes culturas que fueron asentándose a lo largo del río, mandingas en la orilla norte, y diolas y fulas por el sur. Separados por el río y unidos por varios ferrys, que por allí no hay puentes. Coged uno y echad pie a tierra en alguna aldea ribereña de cada lado, disfrutad del contacto con la gente, que por algo es la tierra de la sonrisa fácil. Perderos entre baobabs y palmeras por caminos de tierra ocre, constantemente transitados por mujeres envueltas en telas de llamativos colores y con andares de jirafa.

Por las mañanas aprovechábamos las horas de menos calor para bajar a comprar provisiones (más cervezas) y por la tarde aprovechábamos las horas de más calor para bebérnoslas. Planazo. Al atardecer, buscábamos un lugar para disfrutar de la puesta del sol y parábamos motores. Era cuando la calma se apoderaba del rio. Desde cubierta se veían pasar grupos de garzas blancas volando, sin ruido, reinaba el silencio, solo roto por el resoplido de algún hipopótamo cercano emergiendo del agua. Cómo me hacían recordar aquellos atardeceres en el río Rufiji, o por el Níger y el Chari. Y después, al caer la noche, los bosques de la orilla cobraban una inusitada vida y miles de ruidos, todos ellos inquietantes, llenaban la noche. Estos momentos son para disfrutarlos con un gintonic y una buena compañía. Es parte de la vida.

No se tarda mucho en llegar a la isla, en tres días es posible alcanzarla, sin prisas, después, aquellos que tengan un espíritu inconformista se verán empujados a seguir hacia Basse, atravesar la frontera con Senegal y continuar por el río adentrándose en el parque de NiokoloKoba. Por cierto, que éste nombre es también bastante tentador. La aventura exige seguir más lejos todavía y continuar por el Gambia hasta su nacimiento en las montañas de Futa Djalon, que una vez allí, ya pensaremos en cómo volver.

Pero, esta vez, la aventura terminó para mí en aquel embarcadero de la isla de Janjanbureh; una pena, pero no fue mal plan sentirse por una vez como Marlow por el Congo, capitán de mi propia aventura, a bordo del Jam Ono, “Para siempre joven”, un destartalado barco que se empeña en seguir haciendo lo que le gusta y se niega a aceptar que ya va teniendo algún que otro achaque. Como yo, almas gemelas destinadas a encontrarse…

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