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¿Y estos magistrados tienen el futuro de España en sus manos?

Captura de la señal institucional del Tribunal Supremo del interrogatorio del expresidente de la ANC, Jordi Sánchez, durante la sesión vespertina de este jueves.

Carlos Elordi

No hay muchos datos sobre el número de personas que están siguiendo en directo el juicio. Seguramente pocas. Y todas ellas en Cataluña, el único territorio en el que las sesiones se retransmiten íntegras. Pero ese colectivo está teniendo el privilegio de observar sin intermediaciones ni interpretaciones cómo actúan nuestros magistrados, esos personajes temidos y que el común de la gente coloca en un estadio superior, por encima de los hombres y de las cosas. Pues no, son profesionales corrientes, que cometen errores, algunos de bulto, y que manifiestan, seguramente a su pesar, intenciones que van más allá del papel institucional que les correspondería.

A los abogados, que pasan buena parte de su tiempo en los tribunales, no habrán sorprendido las imágenes de estos últimos días. Ellos conocen las limitaciones de los jueces y fiscales. Pero la gente corriente sólo sabe de su enorme poder y, como es lógico, tiende a confundirlo con sus capacidades personales. La retransmisión en directo del juicio del “procés” está acabando con esa confusión. Acosados por la eficaz defensa de los acusados, de sus abogados y de ellos mismos, los fiscales, la acusación, no están dando buena imagen.

En su afán de que la vista oral sea lo más trasparente posible, seguramente pensando en que eso le puede ayudar el día que el asunto entre en los tribunales internacionales, lo cual todos los que saben consideran inevitable, el presidente Manuel Marchena puede haber jugado una mala pasada a los intereses de su corporación. Y quién sabe si también a los durísimos propósitos de los autores de la causa misma.

Es pronto para saber si se van a cambiar las calificaciones finales, si alguna de las acusaciones va a ser retirada o muy dulcificada. Es cierto que tras un inicio en el que los fiscales plantearon sin ambages que lo de septiembre y octubre de 2017 fue una rebelión, las sesiones posteriores han visto cómo iban abandonando ese planteamiento. Porque, cuando menos en el debate dialéctico, su planteamiento de que en Cataluña había habido un alzamiento violento aparecieron sin mucha base. O rayando el despropósito. Como cuando el fiscal Fidel Cadena dijo que la violencia la ejercieron las personas que se colocaron a la puerta de los colegios, creando “murallas humanas que se lanzaron contra la policía”. Nadie, ni siquiera las personas a las que las cargas policiales les parecieron muy bien, vieron nada de eso. Porque no era posible. ¿Cómo el señor Cadena ha podido cometer tamaño dislate?

Ese error, y otros cuantos por su parte y también a cargo de sus otros tres colegas que no pocos medios han reseñado, podría llevar a pensar que el juicio estaría a punto de sufrir un cambio significativo. Hay que desechar esa hipótesis. Es demasiado buenista, por no decir inocente. Esos fiscales no van a reconocer que no lo están haciendo del todo bien. Por principio, porque esas cosas no se reconocen, y menos en el poder judicial, y porque el asunto que se traen entre manos es demasiado importante como para que puede verse afectado por un “accidente de recorrido”.

Seguramente recompondrán su figura, asumirán que un juicio ante las cámaras de televisión no les permite las licencias que se conceden cuando éstas no están presentes, y tratarán de reformular sus argumentos a fin de hacer frente, como sea, la presión de las defensas. Y antes o después volverán a la carga con lo de la rebelión. Porque ahí está la esencia del proceso. Y sin rebelión el tinglado judicial que se viene montando desde hace casi año y medio se vendría clamorosamente abajo.

El tribunal de la alemana ciudad de Schleswig Holstein rechazó la extradición de Puigdemont, entre otras cosas porque no vio rebelión alguna en los hechos de septiembre y octubre de 2017. Lo mismo, y con parecidos argumentos, hicieron los tribunales belgas, escoceses y suizos cuando tuvieron que decidir la suerte de otros dirigentes independentistas exiliados. Muchos juristas españoles y extranjeros coincidieron con ese planteamiento. Pero ni el juez instructor Llarena ni los fiscales modificaron un ápice sus planteamientos. Lo más probable es que tampoco lo vayan a hacer ahora.

Porque cuando hace ahora más de un año el entonces fiscal general del Estado José Manuel Maza, inevitablemente con el apoyo de Mariano Rajoy, mandó su querella por rebelión, sedición y malversación se dio un paso del que era y sigue siendo imposible dar marcha atrás. A menos de que se produzca un cataclismo en la estructura de fuerzas del poder judicial. Porque asumir que se ha cometido un error tan grave podría afectar a la suerte de demasiadas personas poderosas que no están dispuestas a perder nada. Y encima ese conglomerado cree que sigue teniendo a la opinión pública de su lado, que un castigo ejemplar contra el independentismo sigue siendo una idea popular.

Que el prestigio de la justicia española se hunda aún más, y ya está por debajo de cualquier nivel aceptable, no debería ser óbice para continuar por ese camino. Nuestros jueces tienen la piel muy dura. A Manuel Marchena no parece importarle mucho que un dirigente del PP como Ignacio Cosidó haya dicho que él defiende los intereses de ese partido. Ningún magistrado del Tribunal Supremo ha pedido que se tomen medidas para sacar a la institución del marasmo en que la dejó el rifirrafe de las hipotecas. Carlos Lesmes sigue siendo el todopoderoso presidente del Consejo del Poder Judicial a pesar de su lamentable actuación en aquel episodio. Eso sí, la política evita pronunciarse sobre esas cuestiones.

Mariano Rajoy abrió la caja de los truenos cuando, desde el principio de su mandato, decidió entregar en manos de la justicia, “judicializar”, las decisiones políticas que él estaba obligado a tomar. Esa actitud alcanzó su paroxismo con el “procés”. Incapaz de hacer frente a la presión independentista, equivocándose una y otra vez en sus análisis y pronósticos al respecto, dejó que las cosas llegaran demasiado lejos, incluso más allá de lo que los independentistas preveían… o querían.

Y cuando la cosa se salió de madre actuó de nuevo como un cobarde o un inepto, que seguramente es peor. Dejó el asunto en manos de los jueces. O, mejor, de los magistrados más radicalmente reaccionarios y centralistas. Que, como se está viendo en estos días por televisión, no eran los más brillantes de la carrera. Sino los que tenían los cargos más significados. En virtud del particularísimo sistema de nombramientos vigente en el poder judicial.

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