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Otra vez la monarquía en peligro

Juan Carlos I

Carlos Elordi

Está de nuevo en marcha una operación de protección -¿salvamento?- de la monarquía española. La anterior, en 2014, concluyó con la abdicación de Juan Carlos I a favor de Felipe VI. Quedaron entonces muchas cuestiones pendientes. Algunas de ellas están saliendo a la luz estos días por boca de Corinna zu Sayn-Wittgenstein, la princesa alemana que fue amiga íntima del hoy rey emérito y también estrecha colaboradora en sus andanzas financieras. Hasta este momento la contraofensiva, con el gobierno de Pedro Sánchez a la cabeza, se ha limitado a ignorar esas revelaciones. Pero esa posición va a poder mantenerse sólo pocos días. Porque el asunto es gravísimo y no puede sino crecer. ¿Hasta dónde?

Que los diarios de mayor difusión –El País, El Mundo, ABC, La Vanguardia- y las cadenas televisivas de mayor audiencia hayan decidido al mismo tiempo, seguramente coordinados por alguien, no mencionar ni de pasada las grabaciones de la princesa alemana es todo un síntoma de la altísima intensidad de la alarma que ha saltado en los círculos del poder. Que únicamente Podemos e Izquierda Unida hayan pedido que el parlamento, los tribunales y el Ministerio de Hacienda investiguen con urgencia cuánto hay de verdad en el asunto no hace sino confirmarlo.

Porque lo que está encima del tapete es que Juan Carlos I podría haber tenido o tener cuentas en Suiza, y quien sabe en qué otros sitios más, que esas cuentas se nutrían de las comisiones que el entonces rey de España obtenía por su intervención en contratos del Estado, que al menos una parte de esos fondos fueron blanqueados, que para ello utilizó al mismo testaferro, Arturo Fasana, al que recurrió el jefe de la Gürtel, Francisco Correa, que el monarca pudo solicitar que se le incluyera, a él o a una persona interpuesta, en la amnistía fiscal que Cristóbal Montoro decidió en 2012 y que posteriormente fue declarada inconstitucional. Y que el verdadero jefe de la Nóos era Juan Carlos de Borbón y no su yerno, Iñaki Urdangarín.

Todos y cada uno de esos extremos, y unos cuantos más de similar porte, circulan desde hace unos cuantos años en los círculos bien informados. En ambientes empresariales y periodísticos existe la convicción generalizada de que el hoy rey emérito se ha venido embolsando cantidades fabulosas por su participación en los negocios de estado desde finales de los años 70. Empezando por los contratos para el suministro de petróleo árabe y terminando por el del Ave a La Meca, que según Corinna zu Sayn-Wittgenstein le reportó 80 millones de euros. Hace ya 20 años que la revista norteamericana Forbes evaluó la fortuna que el rey había obtenido por esa vía en 1.500 millones de dólares. Y es muy posible que esa cantidad siguiera creciendo.

Que en las revelaciones de estos días aparezca como protagonista el comisario José Manuel Villarejo, el personaje más oscuro de las cloacas del Estado español, no rebaja un ápice la gravedad de las acusaciones. Que en la operación también esté presente el expresidente de Telefónica -¿y definitivamente examigo de José María Aznar?- Juan Villalonga no hace sino añadirle fuertes dosis de intriga, porque sugiere que el ataque al rey emérito involucra a más personas relevantes.

Pero lo importante son los hechos que han salido a luz. Es obvio que tienen que ser investigados, tal y como ha pedido la asociación de técnicos de Hacienda, Gestha. Aunque solo sea para comprobar que los eventuales delitos de comisiones ilegales, blanqueo de dinero y fraude fiscal se cometieron sólo cuando Juan Carlos era rey y, por tanto, era inimputable, o también después.

El Estado no puede mirar hacia otro lado. Silenciar el ataque que está en curso contra la monarquía no es una buena estrategia. Los medios que han participado de esa conjura se han cubierto de gloria. El gobierno, con la declaración de su portavoz Isabel Celaá – “afortunadamente las grabaciones no afectan al jefe del Estado Felipe VI. Son antiguas, ni las consideramos”- también.

Mirar para otro lado no vale para mucho. Porque el asunto está en la calle. Y la calle está muy caliente en todo lo que tiene que ver con la corrupción. Acaba de caer un gobierno, el de Mariano Rajoy, justamente por culpa de la misma y la mayor parte de la opinión pública ha aprobado que Pedro Sánchez haya ganado la moción de censura. Un nuevo tiempo que quiere huir de los males del pasado se está abriendo espacio con el apoyo de la mayoría de la ciudadanía. ¿El salvamento de la monarquía es razón suficiente para cargarse de un plumazo las esperanzas de normalización de la política española?

La respuesta no es fácil. Porque si el intento de Corinna, Villarejo, Villalonga y quienes estén detrás de ellos tiene éxito y el rey emérito es imputado por la justicia, Felipe VI, su heredero, quedaría en una situación de enorme debilidad, si no institucional sí política, que podría hacer peligrar la continuidad de la monarquía misma. Y más si las cantidades ingentes que se embolsó su padre siguen en cuentas extranjeras.

¿Está España preparada para una república? Está claro que no. La división de las fuerzas políticas, la imposibilidad de entendimiento alguno entre la izquierda y la derecha en cuestiones mínimamente importantes, la crisis catalana y otras muchas debilidades de nuestro sistema hacen impensable que un presidente republicano elegido por una mayoría seguramente exigua, ejerciera como jefe del Estado con un mínimo de eficacia y sin el riesgo de provocar un drama político aún mayor.

Tristemente, la monarquía sigue siendo la menos mala de las soluciones de compromiso. A pesar de todos los desmanes de quienes la encarnan. Hasta las mentes más lúcidas de la izquierda radical lo han visto así desde hace tiempo. A su pesar.

Pero, ¿cómo salvar a nuestra monarquía, la única que tenemos, de un ataque que seguramente es poderoso, que ya lo está siendo, sin confirmar, una vez más, que la oportunidad política de su existencia asegura la impunidad de la familia real?

Desde luego, no callando las verdades, porque eso indignará a demasiados españoles. Con los que habrá que contar para salir de este atolladero, si es que se puede. El momento requiere de políticos de altura, que tengan el valor de decir la verdad, que hay maneras de decirla,  pero también la capacidad de reconducirla, imponiendo cambios y con el máximo apoyo de la opinión pública, hacia caminos que eviten trances traumáticos. Y también de medios de comunicación que sepan ir más allá del mero contubernio con el establishment. Veremos en breve lo que tenemos de verdad.

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