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La vuelta a la normalidad política, con “todo incluido”

Mariano Rajoy

Carlos Elordi

En España ha vuelto a instalarse un clima de normalidad política. “Ya no hay tensión” se oye decir con alivio por la calle, incluso a personas que están muy lejos de votar al PSOE. La crispación ha desaparecido de los platós televisivos, por mucho que algunos conductores se empeñen en generarla. Y el milagro no se debe a los éxitos de la política de comunicación del gobierno o a sus hallazgos para dar buena imagen sino que la explicación principal de este fenómeno, casi la única, es que Rajoy y los suyos han desaparecido del panorama. Eliminado el tapón que lo obturaba todo, el agua vuelve a correr por las cañerías de la política. Con sus muchos problemas, algunos muy serios, pero sin angustias existenciales.

La irracional batalla por su propia supervivencia que desde hace años libraba el anterior presidente del gobierno lo había enfangado todo, había apagado cualquier luz para la solución de los conflictos. Había llevado a extremos impensables la tensión con el independentismo catalán, había reventado el funcionamiento normal de las instituciones, había dañado fuertemente la democracia, y además sin venir a cuento, y había bloqueado, parecía que para siempre, todos los debates importantes. Por no hablar de que España había hecho mutis en los foros internacionales, como si eso un fuera importante. O de que el PP había anulado el parlamento.

Rajoy había convertido a España en un país sin guía y sin rumbo, el que el gobierno dedicaba lo fundamental de su actividad a engañar a la gente, a ocultar sus miserias, a mentir descaradamente. Los informativos de RTVE eran el perfecto compendio de esa aberración. Parecía mentira que fueran tan descarados. Y tan malos.

Pero la manera en que se le ha echado a la basura a esa panoplia de trampas y de ineptitud flagrante, la forma tan sencilla e indolora, confirma que detrás de ella no había nada, ninguna fuerza política capaz de defenderse. Incluso en los ámbitos del poder económico e institucional, el de verdad, no el de los amiguetes que ocupaban cargos, existía la conciencia de que Rajoy estaba acabado, de que con él ya no se iba a parte alguna. Y en algún momento, tal vez no hace mucho, en esos medios también se llegó a la conclusión de que no había que tener miedo al vacío, de que no iba a pasar nada si el PP dejaba La Moncloa. Pedro Sánchez debió percibir ese estado de ánimo.

Así las cosas, la renta de situación con la que hoy cuenta el líder del PSOE no es precisamente pequeña. En su haber figura, y la ciudadanía lo tiene perfectamente claro, que ha sido él el que ha tomado la iniciativa de eliminar a Rajoy, el que se lo ha cargado. Pero, además de eso, tiene delante de él un panorama político y, aunque no lo parezca a primera vista, también social, que si hace medianamente bien sus tareas no tienen por qué volvérsele en contra. Los mayores peligros que amenazan al gobierno socialista no están dentro de nuestras fronteras, sino en el exterior, que ahí la situación podría complicarse. Y dentro de no mucho.

Es cierto que su minoría parlamentaria va a limitar su capacidad de iniciativa legislativa, o la va a hacer muy complicada. Ahí está seguramente uno de sus mayores retos y hay poco que decir al respecto mientras no se vea como el PSOE maneja ese problema, como evita que le tumben sus leyes. Puede hacerlo o puede fracasar en ese empeño. La calidad política de las personas que se encarguen de esas tareas, entre ellas inevitablemente el propio Sánchez, será un factor decisivo. Los consensos que el gobierno logre fraguar fuera de Las Cortes para apoyar sus intenciones también. Si las cosas ocurren como tendría que ocurrir, se abre una etapa de negociaciones como España nunca ha visto desde los tiempos de la transición.

Pero más allá de eso, la situación y la dinámica política de sus principales rivales, es más favorable que desfavorable para el nuevo gobierno. Al menos en el horizonte de unos cuantos meses, que si se alarga podría llegar al inicio de la campaña para las elecciones municipales, autonómicas y europeas.

El PP se ha dado el mayor batacazo de su existencia, está mucho peor que cuando Rajoy perdió, por primera vez, contra Zapatero, por culpa de lo que hizo José María Aznar tras los atentados de Atocha. No solo toda la estructura de poder de un partido construido en torno a la figura del jefe se ha venido abajo tras de que el líder se haya tenido que marchar a su casa. Sino que también su línea política, si es que se puede llamar así a lo que el PP ha venido haciendo hasta ahora, está en cuestión. Sin paliativos. El nuevo líder no solo tendrá que reconstruir de arriba abajo la dirección, sino que también tendrá que parir un nuevo discurso.

Que será de oposición al gobierno, faltaría más. Pero que tendrá que decir algo nuevo, distinto de lo que ha venido diciendo hasta ahora, aunque solo sea para animar a sus fieles que hoy por hoy están perdidos. ¿Cuánto tiempo más seguirá Rafael Hernando diciendo, posiblemente por su cuenta, que el gobierno del PSOE es ilegítimo y que tiene que dimitir hasta el chófer del presidente?

En el supuesto, que los hechos habrán de confirmar, de que el congreso de julio no acabe como el rosario de la aurora, y siempre que el PP no decida hacerse el harakiri, el nuevo presidente, ¿Núñez Feijoo?, tendrá necesariamente que decir algo nuevo, distinto de lo anterior. No lo tendrá fácil para optar por la vía de la moderación, porque Rajoy y los suyos llevan demasiado tiempo calentando al ala derecha, o ultraderechista, del partido. Pero en una situación de debilidad como la que tendrá no debería optar por la vía de la confrontación abierta y sin cuartel contra el gobierno, porque la misma mayoría que dio la victoria a Sánchez en la moción de censura podría renacer para apagar la furia del PP.

En Ciudadanos siguen silentes y seguramente porque no tienen nada que decir. No sólo porque Pedro Sánchez les ha arrebatado su baza principal, la de que serían ellos los que echarían a Rajoy, sino porque con este fuera del juego se han quedado sin el argumento movilizador que daba sentido a su existencia. Seguramente más que su posición sobre Cataluña. Que está ahí y lo seguirá estando, porque muchos españoles coinciden con su actitud. Pero, ¿qué pasará si la tensión con el independentismo baja de intensidad, como ya ha empezado a ocurrir, si el debate al respecto recupera un cierto nivel de normalidad, si se empieza a negociar y el irredentismo de Puigdemont pierde la partida a favor del pragmatismo? ¿Cuánta fuerza perderá la movilización del nacionalismo español, la bandera de Albert Rivera?

La lista de peligros potenciales para el gobierno del PSOE se completa con Unidos-Podemos. Ellos son, afortunadamente, los encargados de velar porque Pedro Sánchez no se olvide de la España que más ha padecido, y sigue padeciendo, los efectos de la crisis económica. De denunciar las limitaciones de su política económica y social en relación con los parados, los pensionistas, los salarios de miseria, las personas dependientes, la marginación. Que las habrá.

Pero la segura línea crítica de UP en esos terrenos, y en el de las libertades –a menos que el PSOE se ponga las pilas en este capítulo- tendrán un límite: el de su capacidad de movilización social. Ahí, más que en el parlamento, estará su piedra de toque. Y al respecto hay que recordar que Pablo Iglesias y los suyos no han sido capaces hasta ahora de propiciar una movilización lo suficientemente fuerte como alterar la relación de fuerzas políticas. Entre otras cosas, porque no lo han intentado de la manera en que se hacen esas cosas, que va mucho allá de las denuncias.

Y en el inmediato futuro, es decir, en el horizonte se unos meses, no se atisban muchas condiciones para que esa movilización pueda producirse. Es más, por muy terribles que sean las condiciones en las que viven millones de españoles, esos sectores, salvo excepciones puntuales, están en cosas muy distintas de la movilización, como en general suele ocurrir. Aquí y en todas partes. Y en las clases populares que, mal que bien van tirando, las eventuales incitaciones a la batalla seguramente tendrían menos eco que hace unos años. Porque no guste o no, la idea de que “las cosas van mejor” o algo mejor ha calado. Y no solo porque la propaganda de Rajoy haya tenido éxito, que también, sino sobre todo porque, aunque sea muy poco, algo ha cambiado y la gente, salvo la muy politizada, tiende a agarrarse a lo que puede.

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