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Disculpas en la carretera

Luis Magrinyà

Lengua y LiteraturaHoy: Literatura (modalidad crímenes en Japón)

Empecé a leer Akunin (2007), una novela de Shuichi Yoshida, por recomendación de un autor que aprecio, David Peace, y por mediación de un agente japonés que tuvo la gentileza de enviarme dos ejemplares en su lengua. Yo, claro, tuve que encargar uno en inglés para poder leerla y, como me estaba gustando, ya consideraba la posibilidad de proponerla para la colección de novela negra que tenemos en la editorial para la que trabajo. Pero he aquí que, cuando iba más o menos por la mitad, me escribe el agente japonés con uno de esos famosos “malentendidos”: que lo sentía mucho, que no se había dado cuenta, pero que la novela ya había sido vendida y hasta publicada en España, en 2012, por la editorial Destino, con el título de El hombre que quiso matarme. Pues vaya. Como estas cosas pasan, la sensación de tiempo perdido es solo rutinariamente irritante, y quise terminar por gusto y en español lo que había empezado por oficio y en otro idioma. La traducción de Marina Bornas está bien en general y la edición es buena, a pesar de ese título prolijo, larssoniano, muy poco acorde con el original Akunin, que significa “malvado”. Y algo equívoco, porque aquí el lector no va a encontrar para nada una novela de género, o una novela “a la zaga”, con su investigador, su investigador ayudante (siempre algo más pintoresco), su poquito de denuncia, su poquito de Biblia y su poquito de nazis, y si hay alguna fórmula desde luego no es de las trilladas.

En realidad lo primero que va a encontrar el lector es una carretera. La novela empieza así: con la descripción de la Nacional 263, que une las ciudades de Fukuoka y Saga por un abrupto paso de montaña, el puerto de Mitsuse, que toman los conductores que quieren ahorrarse el peaje del túnel que lo atraviesa (250 yenes los turismos, 870 los vehículos pesados, precios de 2001). De hecho, toda la Nacional 263 es una carretera para ahorradores: si uno quiere ir por ejemplo de Nagasaki a Fukuoka, que es –digamos– la ruta entre ciudades importantes, y la que toma el asesino de la novela, dispone de una autopista de peaje que cuesta 3650 yenes; así que, si no la coge y se decide por la Nacional 263, es para que el trayecto le salga más barato. Estos precios los da la novela con la mayor naturalidad (también da, más adelante, los de la gasolina, las berenjenas, la ensalada de patata, los billetes de autobús, las habitaciones de los hoteles por horas, etc.) y, entre ellos y la mención a los aparcamientos y los supermercados que la bordean, vemos enseguida que la carretera es para el autor una entidad económica. De igual modo deja constancia de su dimensión administrativa (prefecturas), sociológica (zonas universitarias, ciudades dormitorio) y cultural (crímenes, fantasmas). Este enfoque enciclopédico conduce, después de tres páginas, al anuncio de la trama novelesca: “Aquel día, un joven obrero que vivía en las afueras de Nagasaki fue detenido por la policía como sospechoso de haber estrangulado a una mujer llamada Yoshino Ishibashi, comercial de una compañía de seguros de Fukuoka, y haber abandonado su cadáver” (pp. 7-8).

¿Funciona esta anticipación como un estímulo para la intriga y el “qué pasará”, o más bien como un auténtico spoiler que nos deja la impresión de que lo que tenga que pasar ha pasado ya? Yo diría que lo segundo. Ésta es una novela criminal con cierto efecto de distanciamiento, cosa no tan habitual y que desde luego no enseñan los manuales para escribir best sellers de suspense. Reconstruye un crimen –después de anunciarlo– y sus circunstancias, haciendo hincapié en las circunstancias (“todo sobre la carretera”), y omitiendo prácticamente el misterio y la investigación. La incógnita es manejada casi caprichosamente. Hay dos sospechosos: uno de ellos no hace acto de presencia hasta la página 170 (de un total de 351); el otro, que de algún modo es el protagonista, confiesa ser el asesino en la 249, ante una novia que le ha salido y en un restaurante baratito especializado en calamares donde, en plena confesión, el narrador consigna fenómenos como el siguiente: “Las patitas del calamar se retorcían entre los dos” (p. 251).

Tal vez me deje llevar por la impresión que me ha causado la carretera, pero me atrevería a decir que la novela tiene una estructura radial. Después de la exposición de lo que va a ser su trama, van apareciendo, como ramales, personajes y más personajes –una burrada de ellos– a lo largo de 170 páginas: son todos gente sin importancia, de la que no se ocupa la Historia y sin vocación para ella, como elegida entre la inmensa mayoría. Aparte del asesino y de la víctima, conocemos a sus parientes, sus amigos, los parientes y amigos de sus parientes y amigos, antes y después del crimen, periódica o aisladamente, en tercera o primera persona, en un despliegue que recuerda los novelones victorianos y las técnicas perspectivistas del siglo XX, luego muy adoptadas por ciertos best sellers de acción. Cuando creíamos que este procedimiento habilidoso, casi coreográfico –porque la novela está felizmente ritmada, un poco en la línea de aquella magnífica película, Magnolia–, no podía llegar a más, en la página 266 asistimos a un retorno inesperado: el fantasma de la muerta se le aparece a su padre en el lugar del crimen, el puerto de Mitsuse… Después de eso, sí, bueno, ya no aparece ningún nuevo personaje.

El autor, sin embargo, es muy cauto en las ramificaciones: esta red de conexiones no crea realmente subtramas, excepto, quizá, una muy sórdida y curiosa, relativa a la infame extorsión de que es objeto la abuela del joven asesino (a manos, nada menos, de una banda de traficantes de hierbas medicinales). No se deja tampoco tentar por el efecto contrario, es decir, no llega a tocar ningún extremo demasiado alejado del motivo central (el crimen) para que éste se convierta en una anécdota entre muchas: una tentación muy acusada en una novela que trata en gran medida, con rigor de moralista, de una sociedad indiferente y a la que le habría podido convenir que un horrible asesinato pasara inadvertido entre un montón de gente ocupada en sus propias cosas. Pero esto habría disminuido el pathos, y sin duda Shuichi Yoshida, al lado de las otras dimensiones, ve también la dimensión patética de la carretera.

En cierto momento, un personaje tiene la sensación de que “aquel sinfín de carreteras dibujadas en el mapa era como una red en la que el coche se enredaba y no podía seguir avanzando” (p. 244). Esta sensación de estar atrapado en un lugar con muchas salidas pero que siempre conducen al mismo sitio, de haber sido engañado por una fantasía de movilidad y libertad (la fantasía del capitalismo), unifica, sin necesidad de subtramas ni de intersecciones arbitrarias, la dirección de la novela y de su peculiar expansión narrativa.

El patetismo se aviene por lo demás con la naturaleza del crimen novelado, que es, por decirlo de algún modo, de moralidad espesa, una aportación que probablemente se remonta, en literatura, a los crímenes de Dostoievski. Gracias a la ingeniosa destrucción del suspense convencional, no necesitamos ya una víctima cándida ni un culpable claro. La víctima es una joven pretenciosa, mentirosa, manipuladora, vulgar; solo sus padres, en su dolor y estupor a raíz del asesinato y de los bajos secretos que éste descubre, y su reaparición como fantasma, permiten un acercamiento patético a su vida y muerte. El culpable se divide moralmente en dos: el joven universitario que echa de su coche, cubriéndola de insultos y acusándola de oler a ajo, a la victima en el puerto de Mitsuse; y el joven obrero con el que en principio ella había quedado y que, despechado porque le ha plantado, la ha seguido y la mata.

El pathos de los criminales de Dostoievski era que tenían conciencia; el de estos del siglo XXI es que no la tienen. El universitario, rico y popular, es un tipo despreciable: cuando se le descarta como sospechoso, reúne a sus amigos para presumir de su aventura y les dice: “¿Yo, un asesino? ¿Para qué querría matar a esa tía? Os aseguro que es imposible” (p. 267). Para él “esa tía” no tiene ni un “para qué” y, cada vez que asoma la nariz en la novela, nosotros –bueno, al menos yo– arrugamos la nuestra. El padre de la víctima, de hecho, sabe que tendría que “odiar al asesino, pero sólo [sic] era capaz de imaginarse al otro hombre echándola del coche a patadas” (p. 292). El obrero, teñido de rubio, amante de los coches, cliente asiduo de prostitutas, tiene en cambio a sus espaldas una historia de abandono materno que, en principio, soborna nuestras simpatías. Nos sentimos inclinados a creer que no quería realmente matar a la víctima, que es un muchacho frágil que se dejó llevar por el célebre “impulso asesino” (p. 346) cuando ella lo “humilló”, y más aún cuando, hacia la mitad de la novela, una dependienta se enamora de él y emprenden juntos una de esas “huidas hacia delante” que remueve nuestra sensiblería.

Abducidos por el síndrome de la “pareja romántica”, y muy a merced de las astucias del narrador, que cambia aquí el distanciamento por un efecto de turbia identificación, llegamos a pensar que el chico quiere a la chica… y eso que ya en la página 253, en el momento de la confesión del asesinato, habíamos leído que lo que lo llevó a matar era que “quería una disculpa”, que es más o menos lo que dicen los adolescentes de las matanzas tipo Columbine. Esta especie de “protesta subpolítica”, como calificaba el antropólogo social Elliott Leyton semejantes justificaciones, se confirma en las últimas páginas, cuando nos enteramos de que, para explicar su relación con la madre que lo abandonó de niño y a la que luego exigía dinero sin necesitarlo, el joven alegaba que “ambos tenemos que ser víctimas” (p. 346).

Finalmente lo pilla la policía, justo en el momento en que está a punto de estrangular también a esa nueva novia patética que escuchó su confesión y, aun así, presa del amour fou, de la desesperación o de la tontería, ha huido con él. Parece que también ella tenía que unirse a la hermandad de víctimas. “Supongo que fui yo la que no vio las cosas tal y como eran”, dice en la última página.

En este panorama, tan noir, de ambigüedades morales, hay un contrapunto sólido formado por el padre de la chica asesinada, en su persecución del joven universitario al que responsabiliza mayormente del crimen, el amigo íntegro que le ayuda a localizarlo, y la abuela del asesino, que finalmente se arma de valor y se planta ante los gángsters de las hierbas medicinales. El resto se hunde criminalmente en la confusión, la inhibición y la trivialidad. ¿Suena esta necesidad de contrapunto un poquito a monserga sobre la deshumanización y el vacío de valores de la sociedad actual? Un poquito, sí. Ya hemos dicho que el libro está concebido con rigor de moralista. Pero, más que concebido, es interesante ver cómo está ejecutado.

En el libro de visitas de un hotel por horas en el que pasa una noche la pareja de prófugos alguien ha escrito: “Me encanta este hotel, es barato y limpio. ¡Os recomiendo las alitas de pollo! Probablemente son congeladas, pero son muy crujientes”. Y aún: “Hoy me he acostado con Akkun después de un mes” (p. 285). Si a esto añadimos el precio de las cosas y el mapa de carreteras, y lo hacemos girar en torno a un asesinato, tenemos un buen resumen de lo que describe esta novela.

Imágenes:

1. Puerto de Mitsuse nevado: http://ow.ly/jZOaB

2. Portada de El hombre que quiso matarme: http://ow.ly/jZOe8

3. Calamar: http://ow.ly/jZOjv

4. Akunin (Lee Sang-Il, 2010): http://ow.ly/jZOlV

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