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El centenario de la Primera Guerra Mundial, visto hoy

Xavier Febrés

El 28 de junio de 1914, ahora se cumplen cien años, un joven nacionalista serbio mató a tiros en un atentado en Sarajevo al archiduque heredero del imperio austrohúngaro. Este atacó a Serbia al mismo tiempo que reclamaba el apoyo de los aliados alemanes frente a la entente entre Rusia, Francia e Inglaterra. El 1 de agosto Alemania declaró las hostilidades a Rusia y las demás piezas cayeron solas. Desde el final de las invasiones napoleónicas, Europa vivía el período más largo de su historia sin guerra. Coincidía con el clima de progreso creado por los avances técnicos de la revolución industrial. Los nacionalismos resurgieron como una fiebre de odio entre pueblos vecinos, empujados por la maquinaria de los ejércitos y la industria que los nutría.

Los estrategas pensaron que se trataría de una guerra de pocos meses, como la franco-prusiana de 1870. Aquella guerra anterior aun se desarrolló a campo abierto, lejos de París y Berlín, con el armamento clásico. No se deban cuenta o no querían darse de la vorágine de innovaciones técnicas que transformaría el “modo de producción” de la guerra, de la hecatombe de 9 millones de soldados muertos y la misma cifra de civiles. La mitad de las víctimas mortales de la Primera Guerra Mundial fueron civiles. En la Segunda Guerra Mundial, los Civiles ascendieron a dos tercios del balance aterrador de 50 millones de muertos. Las dos guerras europeas anteriores de Crimea en 1854-56 y la franco-prusiana de 1870-71, “solo” costaron 400.000 y 185.000 muertos, respectivamente.

La Primera Guerra Mundial alteró con enorme brutalidad la idea de progreso que hasta entonces dominaba en los países occidentales y los traumatismos abonaron el terreno de la siguiente guerra mundial inmediata, con ferocidad renovada apenas veintidós años después, inducida una vez más por el poder central de Alemania.

Los socialistas ya eran en 1914 en Europa la alternativa ideológica y parlamentaria a la guerra, al nacionalismo como aglutinante del patriotismo, a la hegemonía de los financieros, a las injusticias del modo de desarrollo capitalista, a los abusos coloniales de su imperialismo. Pero no actuaron para impedir la guerra. Enviaron a los trabajadores a defender cada patria, a matarse “fraternalmente” como carne de cañón de aquellos gobiernos y aquellos ejércitos anhelantes por jugar a la guerra a lo largo de unos “senderos de gloria” que la película de Stanley Kubrick describió con atroz elocuencia.

A cambio del apoyo de la izquierda a la carnicería, los socialistas entraron en los gobiernos europeos durante la posguerra, siempre que dejasen de poner en cuestión el modelo económico conservador. La “revolución” socialdemócrata abrió el camino al embrión del Estado del bienestar, en un momento en que era preciso calmar el movimiento popular. También abrió el camino a la reacción de la derecha contra aquellos avances del Estado del bienestar pocas décadas más tarde, a la actual crisis de los recortes y la nueva concentración de la riqueza, cuando ya no fue preciso calmar el movimiento popular.

El músico Jordi Savall declaraba al editar su libro-disco Guerra y Paz, a raíz del centenario de la Primera Guerra Mundial: “La guerra es un mal endémico de la Humanidad. Todas las naciones existen como resultado de actos violentos. Hoy, en Occidente, la guerra es de otro tipo, es una guerra económica que nos afecta a todos. El triunfo de la economía nos está conduciendo al final de una civilización en que no hay solidaridad, ni búsqueda de equilibrio social, ni un reparto de los bienes mínimamente digno. Vivimos un momento muy grave en que está en peligro que el ser humano tenga una vida digna, una vivienda digna, educación para los hijos, un trabajo digno, la posibilidad de acceder a la cultura... Este es un debate que debería producirse entre los gobernantes que quieren crear un país. No hemos dejado espacio para la música y la cultura y, en cambio, lo damos a la guerra y a la política”.

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