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'La chica del tren' se olvida el suspense en el andén

La chica del tren

Mónica Zas Marcos

La primera regla del suspense es que no puede ser aburrido. Es el único género al que le permitimos hacer trampas con nuestra psique por el bien de la sorpresa final. Por eso, cuando apostamos todo a ese momento y ni siquiera sirve para olvidar un desarrollo mediocre, el engaño del suspense ha fracasado. La chica del tren hace malabares para intentar cazar al vuelo la mosca que distrae con facilidad al público. Pero la sensación al abandonar la sala no varía respecto a la primera parte del metraje: otro guión desperdiciado.

Desde que la novela homónima de Paula Hawkins vio la luz, el mercado editorial ha asistido a un fenómeno inexplicable de ventas. Los ejemplares se despachaban cada seis segundos en Estados Unidos y cada 16 en Reino Unido, mientras que en España alcanzó la séptima edición en menos de dos meses.

En un primer momento la crítica quedó fascinada con estos diarios de prosa fácil y una amnésica protagonista que habla en primera persona. Muchos consideraron la ópera prima de Hawkins como una salvación bendita del género y el ansiado relevo a Perdida, de la soberbia Gillian Flynn. El problema de establecer comparaciones es que las partes no siempre están conformes y terminan siendo odiosas. La autora de La chica del tren agradece los elogios a la prensa, pero confiesa que se siente más cercana al estilo de Alfred Hitchcock.

Ella sitúa al lector en una incómoda posición de voyeur a través de su principal protagonista, como una Grace Kelly ebria que fisgonea por la ventanilla indiscreta de su vagón. También juega con el thriller psicológico para inculpar a todos y cada uno de sus personajes, como dice el manual del buen hitchcockiano. Pero, aparte de eso, no hay más similitudes con el maestro del suspense que el tinte de pelo de sus damnificadas. “Las rubias son las mejores víctimas. Son como la nieve virgen que resaltan una huella ensangrentada”, decía con su retorcido humor.

Los clichés del suspense

La chica del tren es Rachel, una treintañera en paro cuya adicción al alcohol ha destrozado su vida. Para colmo de males, el cercanías que coge todos los días desde el extrarradio hasta el centro de Londres pasa por la ostentosa casa de su exmarido, donde vive con su atractiva nueva esposa y su bebé recién nacido. Entre sorbo y sorbo de vodka, Rachel se flagela mentalmente y fantasea con otra pareja joven que ve desde el vagón. Son perfectos hasta cuando imagina sus escenas de sexo en la ducha para matar el aburrimiento. Hasta que un día, esa mujer llamada Megan desaparece tras haber sido infiel a su marido con otro hombre.

La desaparición y las esquizofrénicas escenas matrimoniales son los ligamentos que recuerdan a Perdida. Pero Hawkins no trabaja con personajes casi luciferinos ni con un humor desquiciado como hizo Gillian Flynn. En La chica del tren solo hay almas torturadas por un arsenal de clichés, una técnica del despiste bien ejecutada y un villano irracional sin antecedentes.

Si comparamos la trama de La chica del tren con otras como El tren de las 4:50 de Agatha Christie, vemos que tiene más agujeros que un colador de espaguetis. Unas carencias que quedan aún más patentes en la adaptación cinematográfica, donde tampoco se ha librado de símiles con Perdida. Es aquí, sin embargo, donde el film de Tate Taylor va a rebufo del de David Fincher, sin necesidad de ensañarse al encarar ambas reputaciones.

Taylor, conocido detrás de la cámara por llevar al cine la deliciosa Criadas y señoras, se llevó el rédito en su día gracias a sus entregadas intérpretes. Esta vez ha intentado lo mismo acompañándose de una liga de caras reconocidas que no han salvado los muebles. El misterio es un género fácil para el cineasta pícaro, pero harto difícil si no tienes una cabeza un poco desquiciada que sepa desbaratar la línea argumental. Y Tate Taylor no la tiene, por lo menos todavía.

Sin guión no hay nada

Además de contar con la bonita Emily Blunt como protagonista desastrada (cuando en el libro roza más bien el perfil de Bridget Jones), la película no se toma apenas licencias. Respeta la estética original con un cuidado milimétrico. Paula Hawkins dejó los deberes hechos para una posible versión en pantalla y por eso vendió los derechos de la obra mucho antes de estrenarla en papel. Sin embargo, durante el visionado, uno no puede dejar de pensar que quizá otro director habría producido algo mucho más lúdico.

La acción se centra en las tres mujeres principales (Rachel, Megan y Anna, la mujer del exmarido) y va dando paso a sus testimonios a través de un vulgar fundido en negro encabezado por el nombre y una fecha. También es cierto que las actrices resuelven lo mejor que pueden un guión anodino y demasiado lento para un thriller de estas características.

La prensa anglosajona ha aplaudido con efusividad a Blunt por su papel de borracha despechada y ligeramente peligrosa. En España, por desgracia, solo podremos intuir su potencial porque el sobreactuado doblaje ha convertido en ridículo lo dramático.

Por lo demás, la dirección de Taylor es pura cosmética con unos actores apuestos, bien vestidos y un diseño fotográfico impecable. Pero, llegados a este punto, la estética resulta tanto una virtud evidente como un desperdicio. Lo que diferencia un buen thriller de acción de un telefilm de sobremesa no son los decorados de interiores, sino las aristas del guión y el manejo de un tempo irritante.

La chica del tren (libro y película) se podría haber aprovechado de la fórmula de Perdida, pero no ha querido o no ha alcanzado. Paula Hawkins y Tate Taylor tendrían que haberse apuntado otra de las enseñanzas del maestro Hitchcock: “Para hacer una buena película de suspense solo necesitas tres cosas: el guión, el guión y el guión”.

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