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Crisis de los refugiados: “Lo llaman tragedia, deberían llamarlo masacre”

Refugiados llegando a la costa griega de Lesbos con fuerte temporal

Laura Martínez

Ya es oficial: los programas de reasentamiento de personas refugiadas han expirado. El plazo que la Unión Europea fijó para que los países miembros acogieran a parte de los miles de refugiados que han ido llegando a las costas griegas, también.

Los compromisos asumidos rozan lo ridículo: los Estados tenían que acoger de forma obligatoria a 98.255 personas llegadas a Grecia e Italia, según los acuerdos finales, aunque inicialmente se comprometieron a acoger hasta 160.000. De ellos, solo el 30% (27.600, según el último informe de la Comisión Europea) han llegado a sus países de acogida. El cumplimiento varía en función de los países. Los que adquirieron pequeños compromisos, como Malta, con poco más de 100, han cumplido con su palabra; otros como Francia y Alemania se acercan a la cuota, mientras que Polonia, Hungría y Bielorrusia se han cerrado en banda. En España, apenas han sido acogidos el 13%.

Mientras tanto, siguen llegando cientos de embarcaciones en pésimas condiciones cargadas de seres humanos que huyen del hambre, de la guerra y de un sinfín de conflictos invisibles a los ojos de occidente. La mayoría no podrían llegar sin ayuda. El Mediterráneo se ha convertido en un insaciable depredador. “Desde el año 2000, han muerto en el Mediterráneo más de 38.000 personas. De las desaparecidas no se tienen datos. De los que se quedan por el camino, tampoco”. La cifra la ofrece Manuel Elviro Vidal, uno de los integrantes de la ONG sevillana Proemaid, de ayuda profesional para los rescates en el Mediterráneo. La iniciativa partió de un grupo de bomberos andaluces que decidieron actuar cuando vieron la foto de la muerte de Aylan, aquel niño sirio cuyo cadáver yacía en la arena y que dio la vuelta al mundo, poniendo nombre a una tragedia que muchas veces es también anónima. Desde entonces, cerca de las costas griegas, han rescatado a cerca de 50.000 personas.

El acuerdo con Turquía se firmó bajo la excusa de frenar la presión migratoria sobre Grecia e Italia. A cambio de 6.000 millones de euros y mayor laxitud respecto a sus visados, el país gobernado por Erdogan se encarga de frenar la llegada de refugiados a las costas europeas y de ‘devolver’ a los que ponen un pie en su territorio. Con el tratado, la UE comienza a distinguir entre migrante económico y refugiado. Esto supone, apunta Elviro Vidal, la creación de clases y de varios niveles de criminalización de los refugiados. Para el cooperante, el relato que se ofrece es una perversidad. “Se intenta confundir una crisis humanitaria con un problema de inmigración ilegal. Es la primera falacia. Los medios apuntáis a una tragedia. Deberíamos estar pensando en una masacre”, apunta, al tiempo que critica el discurso que trata de asociar refugiados y terroristas por parte de los partidos europeos más xenófobos.

“En Europa llega lo mínimo - representan un 0’05% de la población- y se habla de una invasión. Un tercio son niños, otro mujeres y el resto hombres que huyen de la guerra. Y se habla de crisis.  Una Europa ultraenvejecida tiene una gran oportunidad con la acogida de refugiados para, por ejemplo, revitalizar su sistema de pensiones”, sugiere Vidal.

Desde la entrada en vigor del acuerdo, se estima que las llegadas se han reducido casi en un 90%, pero, para algunos expertos, el cierre de fronteras supone aumentar la peligrosidad de las rutas alternativas y reforzar a las mafias. Según Acnur,  “provoca que los refugiados y solicitantes de asilo sigan recurriendo a medios irregulares y peligrosos para viajar y buscar la seguridad”. Mientras haya demanda, apuntan los expertos, a falta de vías legales para pedir asilo en la UE sin jugarse la vida, las mafias ofertarán sus servicios, cada vez más caros y peligrosos.

El cooperante explica cómo operan las mafias en Turquía: “Se distribuyen en pequeños grupos por la costa, cada uno con su captador. Fijan precios en función del tiempo, de la equipación… Y después boicotean las salidas: intentan hundir las barcas o se las dan en pésimas condiciones para que se estropeen al poco de salir, tengan que volver y vuelvan a pagar”, cuenta. 

Como sucede en los aspectos en los que actúa la desigualdad, el género también es un agravante. “Si hay alguien más jodido que un refugiado, es una refugiada. La gran mayoría de las que llegan han sido violadas. Y ellas, cuando van a cruzar Libia, ya lo tienen asumido” lamenta el voluntario. “Algunas hasta han tomado anticonceptivos” antes de emprender el viaje, cuenta.

Para el centenar de rescatadores de Proemaid que han trabajado en Lesbos, una de las peores partes es la llegada. Saben que después de salvar una embarcación queda una larga travesía, un laberinto burocrático dependiente de la voluntad de los Estados y de los municipios con vocación de acoger. “Frustración” es la palabra que Manuel utiliza para definir el sentimiento, algo que trabajan con ayuda psicológica en la ONG. “Ves que llegan en una barca en la que no caben. Con todo su patrimonio, que normalmente es una bolsa, una mochila que han preparado en unos minutos. Y suele ser su primera experiencia en el mar. Después de todo lo que llevan durante el camino, de que hayan intentado hundirles en el mar… Llegan con estrés postraumático, a veces con ataques epilepsia… pero lo peor son las hipotermias. Hay niños que llegan con los pies con necrosis. Se los tienen que cortar. Y esos dedos no valen lo que toda Europa”.

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