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“Entré en Europa metida en una especie de ataúd”

Bahar, refugiada siria | FOTO: MSF

Tahar Hani

Periodista de MSF —

En el teléfono, su temblorosa voz cuenta una historia de dolor y de enorme sufrimiento. Hace cinco años, Bahar, una siria kurda de 36 años, vivía en Damasco. Casada y con dos hijos, trabajaba como contable para una compañía privada. Con un trabajo gratificante, una entrañable familia y un protector marido de mente abierta, su futuro parecía pacífico y seguro.

Pero en 2011, todo cambió. Después de tomar parte en las protestas contra el Gobierno, arrestaron a su marido. “Fue torturado y asesinado”, dice Bahar. “Después de su desaparición, mi vida se complicó. Tuve que cumplir el papel de padre y madre para mis hijos, tenía que asegurarme de que estuvieran seguros y de que tuvieran comida suficiente. Fue difícil. No podía regresar a vivir con mi madre, pues ella ya había alojado a mi hermano y a sus hijos. No había suficiente espacio para todos”.

Sin trabajo, luchando por sacar adelante a su familia, y con la violencia incrementándose en la ciudad, en 2012 Bahar tomó la decisión de dejar Damasco con sus hijos y buscar refugio en otro lado. Sus padres accedieron a ir también. Juntos, se dirigieron hacia el campo de refugiados de Domiz, en el kurdistán iraquí.

Para Bahar, aquello supuso un terrible sentimiento de desarraigo. Pero ella tenía la firme determinación de salir adelante y pronto encontró un trabajo en la clínica que MSF tiene en el campo, donde se dedicaba a dar consejo a otras mujeres refugiadas sobre cómo cuidar de su salud y de la de sus hijos.

Durante los siguientes tres años, Bahar se sentía cada vez más insegura. Al final, acabó por convencerse de que no había un futuro para ella o para sus hijos en Domiz.

“La vida dentro del campo se estaba volviendo difícil. No me sentía en casa. Algunas personas nos trataban verdaderamente mal, yo estaba sola y era responsable de mi familia. Cada día, veía a gente huyendo del campo. Decidí que yo también tenía que irme y encontrar un lugar más pacífico. No tenía otra opción”.

Con el apoyo de sus padres, Bahar decidió partir sola hacia Europa, dejando atrás a su familia para reunirse con ellos después. Cruzó la frontera hacia Turquía a pie y dos días después llegó a Estambul, en donde acordó con un contrabandista cómo sería su viaje hacia Europa.

“Yo no pagué nada, fue mi padre quien asumió el coste de mi viaje”, explica Bahar. “Él quería que fuera a encontrar una vida mejor y que mi familia se reuniera conmigo cuando lo consiguiera”. El viaje en coche fue peor que cualquier otra cosa que Bahar pudiera haber imaginado.

“Estaba sola con el contrabandista, ni siquiera lo conocía. Él me escondió en una especie de caja de madera; parecía un ataúd. Estaba prácticamente acostada dentro de ella. No podía ver nada, ni el camino, ni las aldeas por las que pasábamos. Era como una prisionera. Condujo durante cuatro días. Sólo nos deteníamos por las noches para ir al baño o para tomar un poco de aire fresco. Para no morir de hambre, comía dátiles y bebía algo de agua; no había nada más. Era un infierno. No creí que sobreviviría a un viaje así, pero no tuve opción. Acepté embarcarme en aquella locura para lograr mi seguridad y la de mi familia”.

Después de conducir a través de casi toda Europa, Bahar salió de la caja de madera en algún punto de la frontera entre Alemania y Dinamarca. Con un grupo de sirios e iraquíes, subió a un autobús que la condujo hacia la ciudad danesa más cercana, en donde se entregaron a las autoridades locales.

“En ese momento, estaba feliz y a la vez aterrorizada: feliz de conocer otras personas que huían de Siria e Irak, como yo; pero asustada de estar en manos de la policía danesa, y pensando que podrían enviarme de regreso en cualquier momento”.

Después de pasar siete meses en el centro de refugiados de Dinamarca, a Bahar finalmente se le concedió el asilo. Sin embargo, con el tan esperado permiso de residencia llegó también la devastadora noticia: tendría que esperar al menos tres años más hasta que las autoridades permitieran a sus hijos reunirse con ella.

“Para mí, pasar tres años lejos de mis hijos es simplemente imposible”, dice Bahar. “¿Quién podría aceptar estas circunstancias? Si no quieren que mis hijos estén aquí, tendré que regresar a Irak”. Ha sobrevivido hasta ahora, pero su largo trayecto hacia la libertad está aún lejos de haber terminado.

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