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Tordesillas, o el crimen como una de las bellas artes

Tordesillas toro

Víctor Bermúdez Torres

Tordesillas no se rinde. El Ayuntamiento en pleno (con la sola excepción de la edil vinculada a IU) ha recurrido el decreto de la Junta de Castilla y León que les prohíbe celebrar el Torneo del Toro de la Vega. Como se sabe, el Torneo consiste en alancear a un toro hasta la muerte, y el decreto, aprobado el pasado mes de mayo, prohíbe expresamente la matanza de toros en festejos populares.

Las razones que esgrimen los defensores del Torneo son varias: la no injerencia en presuntas competencias municipales, el valor cultural y turístico de la fiesta, o el haberse convertido – dicen – en víctimas propiciatorias de los movimientos animalistas (y de sus presupuestos errados, o exagerados, acerca de los derechos de los animales). Pasemos a analizar algunos de estos argumentos, especialmente el del valor cultural de este tipo de festejos.

La primera de las razones de los tordesillanos no tiene fundamento legal ni moral. Las competencias sobre la reglamentación de festejos no corresponden al gobierno municipal, sino al autonómico. De otro lado, la legitimidad de una ley de este rango descansa en la voluntad de los ciudadanos castellano-leoneses, y de los españoles, no en la de los vecinos de Tordesillas. Y la voluntad de los ciudadanos parece muy clara: el rechazo al Toro de la Vega (y a otros festejos similares) ha ido en aumento en los últimos años, hasta el punto de que la fiesta es hoy más conocida por los conflictos entre defensores y detractores que por ningún otro motivo. Y no es algo nuevo: la muerte del Toro de la Vega estuvo ya prohibida durante el franquismo (entre 1966 y 1970), tras una campaña en su contra lanzada por asociaciones de protección de la naturaleza, medios de comunicación y sectores de la administración, que – ¡a mediados de los años 50! – consideraban ya inadmisible tal nivel de crueldad y salvajismo.

En cuanto al valor cultural de la fiesta (o, en general, de la tauromaquia) habría mucho que hablar. Dejando a un lado el asunto de la antigüedad, que no justifica nada – también es antigua la guerra, o la discriminación de la mujer, y a nadie se le ocurre defender su existencia por ese motivo –, los abogados de la llamada “fiesta nacional” hablan con frecuencia del valor estético y simbólico de los espectáculos taurinos. Nadie – sensato – puede negar esto, por poco que le gusten los toros. Toda celebración tradicional posee un innegable valor estético, y está cargada de significados (culturales, morales, religiosos, filosóficos...). Imaginen que son extranjeros y ven un documental sobre el Toro de la Vega. Les podrá parecer un rito brutal, pero no carente de interés cultural o antropológico. Les podría parecer incluso hermoso o, cuando menos, pintoresco, tal como les han parecido las fiestas de toros a multitud de viajeros, artistas o poetas.

Ahora bien, que una manifestación cultural tenga valor estético y simbólico no quiere decir que sea moral (ni legalmente) aceptable, ni que no pueda (por motivos morales o por otros muchos) mejorar o evolucionar como acontecimiento cultural. Los taurinos se niegan a suprimir las suertes más crueles con el toro porque piensan que eso resta autenticidad a la fiesta y le hace perder su significado. Pero esto responde a una actitud conservadora que acabará superada con (o por) el tiempo. Seguramente, los que vivieron la época del blues cantado por esclavos o de la ópera interpretada por castrati dirían algo parecido a lo que dicen los taurinos (¡esto ya no es blues, o ópera!) cuando se descubrió que para hacer buena música no hacía falta esclavizar ni castrar a nadie.

Es más: trascender la parte más, cabe decir, truculenta y literal del complejo simbólico de la tauromaquia (es decir, la tortura y muerte del toro), aumentaría su relieve más propiamente estético. En el arte no hace falta que nadie muera realmente para representar la muerte. El paso gradual de la literalidad a lo más pura y libremente simbólico es uno de los rasgos que definen la evolución del arte en todos sus géneros (la pintura, la música, el teatro, la literatura...), incluso el arte más popular: un circo sin rastro de animales – como el Circo del Sol – ha resultado ser mejor que el circo de animales tradicional. ¿Por qué no habría de pasar algo similar con las fiestas de toros? ¿Se imaginan un espectáculo “taurino” en el que ya no se maltratara al animal – o incluso en el que este estuviera ausente – ? El arte evoluciona cuando da forma a lo que parece ahora inimaginable.

En cuanto a los presupuestos filosóficos de los animalistas es obvio que los defensores de la tauromaquía – a tenor de sus quejas y argumentos – no los entienden. No se trata de igualar animales y personas, ni de dotar a los primeros de los mismos derechos que los segundos, sino solo de entender que aquella dignidad por la que algo pasa de ser “algo” a ser “alguien” no está tan clara, y que, en la medida en que racionalmente lo está, nos empuja a considerarla como algo gradual, y no una propiedad exclusiva de los seres humanos. Justo por este argumento – más venerable y viejo, en la filosofía, de lo que parece – resulta justo ser considerados con seres que, sin ser, obviamente, personas, tampoco son meros mecanismos o cosas, sino subjetividades ante cuyo sufrimiento – sobre todo, cuando no es imprescindible – ni el ser humano más embrutecido puede sentir una absoluta indiferencia.

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