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El significado político del carnaval

Carnaval

Víctor Bermúdez

Las leyes políticas, y el orden social que instituyen, no sirven de nada si carecen de poder. Una ley o institución política es poderosa si la gente se conforma con ella y la obedece. Esta conformidad con la ley se puede generar, hasta cierto punto, por coacción (es decir, por la amenaza del castigo, o por algún premio prometido, que es la coacción en su versión más amable). Pero esto no es suficiente. Ningún régimen político se mantiene por pura coacción: siempre hay gente que no se deja someter por la fuerza o el soborno. Además, los que se así se someten lo hacen solo aparentemente, no de verdad. El modo realmente eficaz para generar poder no es la coacción, sino la convicción. La convicción hace que las personas se sometan voluntariamente a las leyes en cuanto las perciben como legítimas o justas.

Ahora bien: ¿cómo convencer a la gente de que las leyes que han de obedecer son legítimas? Un procedimiento ideal es ofrecerle argumentos y dialogar, pero esto es demasiado intelectual. Hay una manera mucho más efectiva y directa: la “seducción” emocional. Es en torno a este recurso del poder donde cabe situar al fenómeno social de la fiesta.

En toda cultura existe un sinfín de ritos y ceremonias colectivas llamadas “fiestas”. Las fiestas tienen muchas funciones, pero una de las más principales consiste en celebrar y justificar – de modo emotivo, seductor, casi inconsciente – el orden social y político vigente. Politólogos y antropólogos como Georges Balandier han mostrado como las fiestas legitiman el orden social de dos modos: directamente (escenificando ritualmente el estatus quo), e inversamente (a través de la celebración, no menos ritual, del desorden). Habría así dos tipos básicos de fiesta: las que conmemoran las reglas e instituciones sociales; y las llamadas “fiestas de inversión” (como el carnaval), en las que lo que se celebra es la ruptura con la ley y el orden (para así regenerar, de modo sumamente “astuto”, el orden que se subvierte).

Entre las fiestas que conmemoran el orden social están las ceremonias de entronización, las celebraciones patrias (el día del patrón, la fiesta nacional, el desfile de la victoria...), las festividades religiosas (las romerías, la Semana santa...), el homenaje a seres heroicos o a ciertos valores comunes (el Día internacional de los Derechos Humanos, el Día del Trabajo...), o incluso ciertos acontecimientos deportivos. También son fiestas de este tipo las ejecuciones públicas (antaño eran días festivos), o la escenificación del castigo al “enemigo” o “chivo expiatorio” (el hereje, el traidor, el criminal...), por la que se saca a las calles la figura que representa al “villano” para que sea objeto de burla y castigo por todo el pueblo...

Todas las fiestas citadas tienen un formato teatral (ritual, simbólico) rígidamente preestablecido (en ellas no hay sorpresas, todo está previsto). En todas se escenifican y celebran la jerarquía social (el desfile o la procesión son buenos ejemplos), los valores comunes (que son sacralizados, y de los que nadie osa burlarse), los modelos morales (los héroes, santos, dioses y sus hazañas), la majestad de los poderosos, la identidad y cohesión del grupo social y, en ocasiones, el origen mítico de la comunidad (casi siempre a través del relato de la victoria del orden – nosotros – sobre el caos – el enemigo, la naturaleza, etc. –). Lo importante es que todas estas celebraciones dan a la estructura social (al orden y la ley) y al propio grupo una impronta “sagrada” (estética, emotiva, misteriosamente seductora) con la que adquieren un poder de convicción casi irresistible.

Pero estas fiestas de institución del orden no bastan para generar toda la conformidad necesaria para que la sociedad funcione. Todo orden social se construye sobre la represión de tendencias individuales muy fuertes y que nunca se pueden controlar del todo: las pulsiones sexuales, la tentación por la violencia, y algo socialmente más peligroso aún: la duda, la crítica, y el cuestionamiento no ya solo del orden social presente, sino de cualquier otro orden posible. La función del carnaval (y de otras “fiestas de inversión”) es dar salida a estas pulsiones invencibles que amenazan a la sociedad.

Existen cientos de ejemplos de “fiestas de inversión” o carnavalescas: las saceas babilónicas, las crónicas griegas, las saturnales romanas, las misas de locos medievales, las fiestas de esclavos antillanos, o todas las formas conocidas del carnaval – aunque a veces este esté ya tan ritualizado que cuesta trabajo reconocer en él su primitiva función –. En todas ellas se escenifica justo lo contrario a lo que se celebra en las fiestas conmemorativas. En lugar de entronizar a un rey majestuoso, se hace desfilar a un bufón o “rey de burlas”. En vez de al héroe se celebra a un truhan pícaro y subversivo. Todo orden se invierte: el mendigo es ahora el hombre poderoso, el burro oficia de obispo, el varón se trasviste de mujer y, así, cada uno se transmuta en su opuesto. La música y la danza majestuosas de la celebración institucional se torna en ritmo desenfrenado, en improvisación sin más coreografía que la del espasmo sexual. En lugar del discurso o el relato mítico del orden vigente, se abre camino la parodia, la crítica descarnada de todo, la risa sin censura. Los símbolos sagrados se desacralizan. Se busca la sorpresa, la aventura, en la bacanal y a través de la ingesta de sustancias enervantes...

En los carnavales genuinos, todo asomo de orden desaparece de las calles. La ley y la policía se esfuman, y el desenfreno deja ver su aspecto más destructivo. El objetivo es claro. La inversión festiva del orden ha de llegar a representarse en su grado más extremo, el de lo salvaje y grotesco; solo así el poder se asegura una nueva y mayor demanda de orden y un renacimiento del deseo de conformidad. Tras los días del carnaval, el orden social vuelve a renovar y a celebrar (mediante una nueva escenificación festiva) su triunfo sobre el desorden natural. El mensaje del poder aparece entonces con una claridad meridiana, celestial, incontestable: es el caos, o Yo. El carnaval, la fiesta de inversión, son, así, la expresión más lograda del mecanismo metabólico por el que el poder se regenera y se perpetua a sí mismo. No hay escapatoria. Solo la ilusión, por unos días, de que la hay.

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