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El odio empoderado

La primera ministra de Italia, Giorgia Meloni, y el líder de Vox, Santiago Abascal

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El otro día cerraron a Cristina Fallarás su cuenta de Instagram, donde –con su nombre y su apellido, dando la cara (además de entregar su trabajo, su tiempo y su estabilidad emocional)– estaba componiendo, a través de los testimonios de las víctimas, el edificio de la violencia sexual contra mujeres. Instagram dice que el cierre se debe a que, a través del hastag #SeAcabó, Fallarás publicaba “contenido indebido”.

Fallarás empezó en Twitter (ahora X) con el hastag #Cuéntalo, pero tuvo que irse porque las agresiones verbales, insultos y amenazas que recibía a diario acabaron por resultar insoportables y por distorsionar las voces de las mujeres que daban su testimonio con el ruido de esa otra violencia machista. Precisamente, se acaban de hacer públicos los resultados de un informe realizado por la agencia de investigación 40dB para la Federación Estatal de Lesbianas, Gais, Trans, Bisexuales, Intersexuales y más (FELGTBI+), revelando que una gran parte de los discursos de odio en Twitter (ahora X) contra el colectivo LGTBI+ proviene de cuentas potencialmente falsas. Es muy posible que muchas de estas cuentas sean aquellas que insultaban también a Fallarás. El odio es el mismo.

El odio es el mismo y se extiende por todas partes porque para odiar no hay fronteras, como en Instagram o en Twitter (ahora X). En España, Santiago Abascal y sus secuaces han eliminado de sus programas y políticas todo lo relacionado con lo que llaman “ideología de género”. En Argentina, el presidente Milei ha anunciado la prohibición en la Administración pública del lenguaje inclusivo y de “todo lo referente a la perspectiva de género” (parece una broma, pero es fascismo). Un nuevo informe de la ILGA asegura que, en el último año, el discurso de odio hacia la comunidad LGTBI+ ha aumentado en Europa por parte de políticos en 32 países europeos, incluidos 19 estados miembros de la Unión Europea: España, Croacia, Irlanda, Eslovaquia, Suecia Dinamarca, Finlandia, Países Bajos, Portugal… Las consignas ultraderechistas van calando porque al patriarcado le obsesiona perder el poder que le otorga que las mujeres o las personas trans tengan derechos humanos y ciudadanos.

Los discursos antifeministas y antiLGTBI de los políticos –que se traducen después en el cierre de cuentas en Instagram o en las agresiones y el acoso en Twitter (ahora X)– se inspiran en esas ultraderechas que se teme puedan sumar más escaños en las próximas elecciones al Parlamento Europeo, que se celebrarán en el mes de junio de 2024. Los pronósticos son preocupantes, al dibujar la Eurocámara más facha de su historia. Porque la fachosfera no es ninguna broma: es realmente antifeminista y antiLGTBI. Fachosfera, de hecho, no es un palabro que se haya inventado Pedro Sánchez, sino que “fue acuñada hace ya varios años en Francia para hablar de la proliferación, a través de redes sociales, de mensajes ultraderechistas”. La fachosphère. El odio se ha ido cociendo. Y ahora se sirve a la mesa, llámala equis.

En esa mesa rebosan los ataques que recibe cualquiera que exprese en público opiniones feministas o defienda los derechos LGTBI+ (sobre todo, si es periodista, escritora, política, activista). Ya nadie parece escandalizarse porque recibas en redes sociales insultos por publicar artículos donde se exponen ideas con afán de justicia, ni extraña que muchos de esos ataques procedan de cuentas con uno, dos o tres seguidores, cuentas claramente falsas. Pero son esas cuentas las que más deben llamar nuestra atención, pues de ellas procede el odio que se extiende hasta llegar al escaño del Parlamento Europeo. En el camino van dejando también denuncias a cuentas como la de Cristina Fallarás en Instagram y con frecuencia logran su objetivo de cerrarlas.

El panorama está tan negro, la cosa está tan fea, que hasta se le ha pedido ayuda a Taylor Swift. Por extravagante o desesperado que parezca. Lo hizo Margaritis Schinas, vicepresidente de la Comisión Europea, para que, en los conciertos de su gira por Europa, la cantante estadounidense inste a los jóvenes a participar en los comicios de junio, con la esperanza –vana, según los sondeos– de que le paren los pies a esa ultraderecha que avanza hacia Bruselas. “Taylor Swift, el pasado septiembre, hizo un llamamiento en las redes sociales a los jóvenes estadounidenses para que se inscribieran para votar. Al día siguiente de su publicación, 35.000 jóvenes estadounidenses se habían registrado para votar”, dijo Schinas. “Espero de todo corazón que haga lo mismo por los jóvenes europeos y espero de todo corazón que alguien de su equipo de prensa siga esta rueda de prensa y le transmita esta petición”. Cómo estarán las cosas para que un alto mandatario europeo suplique ayuda a Taylor Swift.

La pregunta es si podemos confiar en que, en el caso de producirse, esa mayor participación juvenil en las elecciones europeas sirva para frenar el avance de las ultraderechas, o si los mensajes de odio que emponzoñan las redes sociales influyen más que en nadie en unas generaciones cuyas vidas están ya indisolublemente ligadas a esas redes. Unas jóvenes vidas que discurren en la confusión política de unos tiempos en que los gobiernos pueden ser ultraderechistas. Es decir, que el odio está tan normalizado como para llegar a mandar. El odio empoderado.

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