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Pikara Magazine es una revista digital que practica un periodismo con enfoque feminista, crítico, transgresor y disfrutón. Abrimos este espacio en eldiario.es para invitar a sus lectoras y lectores a debatir sobre los temas que nos interesan, nos conciernen, nos inquietan.

De chistes sin gracia alguna

Fuente: http://infinit-coup.tumblr.com/

Lucía Martínez Odriozola

Hay chistes que tienen poca gracia o, incluso, ninguna. Son esos chistes que inciden directamente sobre la parte más sensible de nuestro ser, que ridiculizan valores preservados por otros, sobre cuestiones que hacen referencia al sometimiento de una parte de la sociedad a los privilegios de una clase o incluso a su dominación...

Que nos hagan gracia o no depende de nuestra idiosincrasia y ésta de un conjunto de vivencias positivas o no. Los hay de muchos tipos: Machistas –“No quiero una novia diésel, porque chupa poco”–; racistas –“¿Qué es un negro en la nieve?”. “Un blanco perfecto”–; homófobos ­–“Vivan el vino y las mujeres”. “Es que soy gay”. “Pues vivan la Shandy y las mujeres”–; contra determinadas etnias –“Esta noche en ‘Cuarto milenio’ contaremos con el testimonio de un ciudadano que asegura haber visto a un gitano en urgencias esperando solo” –; contra ciertas nacionalidades –“¿Cómo se inventó el hilo de cobre?”. “Dos catalanes tirando de una moneda de dos céntimos” –.

Por cierto, uno de esos chistecillos es la insistencia en poner a los ‘cuñaos’ como ejemplo de pesado, maleducado, entrometido, faltón, macho alfa y todo eso. Se ha construido un estereotipo de metete fanfarrón que recuerda mucho al de la suegra.

Si los chistes se cuentan en grupos de personas conocidas y que comparten intereses, en entornos de gran confianza, resultan divertidos y provocan las carcajadas para las que fueron concebidos, pero…

En los contextos que no son igualitarios, es decir, en buena parte de los contextos en que nos movemos y socializamos los seres humanos, esos chistes son inconvenientes, sobre todo, si quien los cuenta ocupa un puesto de privilegio, aunque no sea consciente de ello. Los chistes homófobos los cuentan heterosexuales; los machistas, los hombres; los racistas, personas de piel blanca; los que arremeten contra los gitanos, los cuentan los payos, y todo en ese plan.

¿Y por qué son inconvenientes? Primero, porque generan mal rollo, aunque en muchas ocasiones, y dependiendo del grado de insidia, hagamos como que no hemos oído. En contextos profesionales, deben evitarse estas gracietas porque los grupos raramente son homogéneos, no disfrutan de familiaridad y, normalmente, están muy jerarquizados. Precisamente, es esa pirámide de decisión o de poder dentro de la empresa la que imposibilita a quienes ocupan los puestos de mayor debilidad en la jerarquía para manifestarse con libertad; para no reírse e incluso para quejarse. Probablemente, si tienen alguna reserva o protesta contra la broma, ni se atrevan a formularla. Y se genera un malestar que, en función de la frecuencia de los chistes y de su grado de inoportunidad, derivará en desmotivación en un plazo corto o medio.

Imagínese en una empresa en la que hay que oír día sí y día también que determinado colectivo (al que usted pertenece) es torpe, no sirve para tal cosa, difícilmente distingue esto otro, solo sirve para esta otra tarea y, además, tiene tal inconveniente. Todo entre risillas, en la máquina del café o durante los almuerzos, pero ahí, casi a diario.

Si esa persona a la que se dirigen las bromas pertenece a los cuadros medios, quizá formule una queja: “Cómo te pasas”. En este caso, la reacción, a veces colectiva, suele estar orientada a descalificar con la acusación de que quien formula las quejas carece de sentido del humor. No es extraña la reacción paternalista posterior: “Tómate la vida un poco más en broma, que no hemos venido a sufrir”.

Las posibilidades de que el consejo paternalista incluya una nueva dosis de la misma gracieta, en este caso improvisada, son elevadas. Y ante la nueva queja, surgirá la frase: “Qué intolerante. Enfadarte por esto denota inmadurez. Coartas mi libertad de expresión”. Dicho lo cual, la persona violentada es además descalificada y quien quiera que sea la persona que hace los chistecillos sale reafirmada y con palmaditas en las espalda del resto de interlocutores. Así se restablecen las relaciones de poder y la persona violentada resulta aislada. Al principio, un poquito. Luego más. Y llega un momento en que quien reivindica respeto en las relaciones puede llegar a ser descalificado incluso en aspectos que nada tengan que ver con sus protestas.

Cuando la situación se produce entre iguales, la respuesta a la queja puede adoptar la siguiente forma: “Si he ofendido a alguien, pido disculpas”. Stop. Si se ha formulado una queja, es porque se ha ofendido a alguien, luego la primera parte de la frase, la condicional, sobra. Pero sucede que quien reacciona así, en su fuero interno, no cree que haya razón alguna para la queja, por eso introduce el condicional. O sea, pide disculpas, pero de mentirijillas, porque no cree que haya hecho nada grave ni que nadie deba sentirse ofendido por lo que cree un inocente chiste, aunque en él haya una carga de profundidad para un colectivo al que no pertenece. Además, las disculpas las pide, ni siquiera dice “Discúlpame” o “Te ruego que me disculpes”. Quizá incluso lo haga en privado.

Los chistes son graciosos generalmente porque se fundamentan en un conflicto. Si somos parte de él y nos reímos de nosotros mismos, resultan muy liberadores. El problema se genera cuando quien cuenta el chiste pertenece a la parte que sale airosa de un conflicto y lo hace ante quienes pierden.

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