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The Guardian en español

Hasta que en EE.UU. me convertí en persona, yo no era más que un número en un campo de refugiados

Miles de refugiados somalís en peligro si Kenia cierra Dadaab

Boyah J. Farah

En 1993, yo vivía con mi madre y mis seis hermanos en el campo de refugiados de Utanga a las afueras de Mombasa, Kenia. Antes de llegar ahí había sido testigo, en la guerra civil de Somalia, de toda la variedad de crueldades y maldades humanas. El llanto de una joven mientras la violaban, el asesinato de un anciano, los cadáveres descomponiéndose en los callejones de Kismaayo, una madre con cuatro hijos que parecían esqueletos.

Una mañana gris de junio, dos de mis hermanastros se despertaron con malaria: uno de ellos murió en la primera semana; el otro, la siguiente. Recé por ellos pero Dios no aceptó mis plegarias. Culpé al destino por sus muertes. El día después de la muerte del segundo, me desperté con fiebre. Mi madre me llevó al hospital, donde pasé tres días junto a un cadáver en descomposición dentro de una bolsa de plástico verde.

Nadie había ido a reclamar ese cadáver, que en Utanga, no era más que un número. Un número más entre los 30.000 refugiados que vivíamos allí.

Esa misma semana partíamos hacia los Estados Unidos gracias, en parte, al Comité Internacional de Rescate (IRC), la agencia que facilitó nuestro patrocinio. Me pregunté qué haría en ese país. Años atrás, antes de morir de cáncer de hígado, mi padre me había pedido que fuera médico. En honor a su memoria, dedicí convertirme en médico en Estados Unidos.

Antes de dejar el campo para siempre, caminamos hacia la orilla del río y nos bañamos. Nos vestimos con nuestras mejores ropas. Yo tenía puestos unos jeans azules, una camiseta hawaiana y unas gafas de sol Ray-Ban de imitación, iguales a las de Sylvester Stallone en la película Cobra. La malaria me había dejado débil y atrofiado, pero quería aparentar fortaleza en mi llegada a Estados Unidos.

Todo el viaje lo pasamos hablando de Estados Unidos. Pensar en ese país me producía una dulce sensación, casi un cosquilleo, debajo de la piel. Yo estaba muy flaco, esquelético. Pero, ¿qué importaba? Dios me había salvado de la enfermedad transmitida por el mosquito y ahora me encontraba sentado en un avión del lado de la ventanilla.

Nunca antes había viajado en avión. Tenía miedo, pero menor al temor por mi vida que vivía en Kenia. Mientras despegábamos, aquella vida rápidamente empezó a quedar atrás.

Recuerdo nuestra imagen al bajar del avión en el aeropuerto internacional Logan, en Boston, con el logo de IRC en cada una de nuestras maletas. Nos íbamos a quedar en Bedford en la casa de Saynab, mi hermana mayor y nuestra patrocinadora. Mientras esperábamos, caminé por el lugar, respiré los exóticos aromas, toqué las paredes y observé todo: el cajero automático, la tienda de comida Panini, el Dunkin’ Donuts, las escaleras mecánicas que subían y bajaban, el puesto de periódicos y el flujo interminable de mujeres, hombres, niños y niñas (la mayoría blancos) que caminaban de un lado a otro, algunos con carritos cargados con equipaje. Jamás había visto tanta gente de diversas razas juntas en un mismo lugar.

Una mujer blanca de pelo gris trató de hablarme, pero yo no sabía hablar inglés. Le sonreí durante varios minutos y ella me respondió con otra sonrisa. Pasaron meses.

Durante mi primer año de secundario, la escuela Bedford contrató solo para mí a una profesora de inglés llamada Estee. Vi la nieve por primera vez. Comí pizza con forma de triángulo y empecé a sacudir la cabeza al ritmo de canciones como Sabotage de los Beastie Boys. Me aprendí el camino desde mi casa hasta la biblioteca de Bedford, donde descubrí clásicos como El viejo y el mar de Ernest Hemingway o La letra escarlata de Nathaniel Hawthorne.

¿Me estaba convirtiendo en un estadounidense?

Después de la escuela, iba a la biblioteca, donde escuchaba audiolibros y leía periódicos y libros. Durante la semana, almorzaba en la escuela pero, los fines de semana, me llevaba dos rebanadas de pan untadas con manteca de cacahuete y mermelada, las envolvía en papel y me las comía entre los estantes de la biblioteca mientras memorizaba vocabulario. Necesitaba aprender el idioma para hacer algunos amigos. Con todo el esfuerzo que puse en mi desempeño académico, logré buenas notas y mi nombre figuró en el diario Minuteman de Bedford.

En Bedford, además de tener pizza, la policía me protegía, tenía aire limpio, libros y una mujer irlandesa, la señora Melvin, que fue como una Madre Teresa para mí: pagaba mi escuela, me compraba zapatos y me llevaba al restaurante Friendly justo enfrente del Hotel Ramada, donde comí tallarines con albóndigas por primera vez y un cono de helado. La señora Melvin estaba pendiente hasta de mi aprendizaje del inglés. Recuerdo que una vez utilicé la palabra “sexy” para describir algo hermoso y la cara le cambió por completo.

“¿Quién te enseñó eso?”, me preguntó.

“¿A qué se refiere?”

“No vuelvas a usar la palabra ‘sexy’”, me dijo amablemente. “En lugar de eso, utiliza la palabra ‘hermosa’ o ‘preciosa’”.

“Está bien”, dije con una sonrisa.

Lo que no le dije es que había aprendido esa palabra en el programa de televisión de Gilbert Gottfried 'Up all night' en el canal USA Network.

Durante los últimos 25 años, terminé el secundario, logré dominar el idioma inglés, obtuve mi título e hice un posgrado. Nunca seguí la carrera de medicina porque odiaba las ciencias y las matemáticas.

Ahora soy consejero académico y auxiliar de cátedra en el Bunker Hill Community College, y he dado clases en varias universidades. Regresé a la escuela de escritura creativa de Grub Street en Boston, donde me inscribí en una clase anual de escritura de autobiografías para contar mis vivencias.

Algún día, cuando me reencuentre con mi padre, le contaré sobre los Estados Unidos que conozco. Ese país nos salvó de un lugar en el que yo era ¿qué cosa? Un palo en el barro, una piedra al costado del camino, una hormiga roja debajo de los pies de los musculosos hombres de Kenia que golpeaban con el cinturón y con palos a los refugiados, sean mujeres, hombres, niños o niñas. Un lugar en el que yo no era nada más que un número.

Traducido por Francisco de Zárate

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