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Reunión de pastores, ovejas muertas

Maruja Torres

Estas grandiosas cumbres de políticos internacionales, como la organizada en Barcelona hace unos días -reunió a una caterva de ministros de Asuntos Exteriores-, supuestamente se convocan para mejorar la situación del mundo. Bien sea a cachos, o en general: da lo mismo, porque nunca funcionan, ni era su intención. Se trata del paripé, es una forma estulta de justificar el cargo y el sueldo. Sin embargo, parece que cuela: los informativos e informadores suelen tratarlas con manifiesto respeto y escrupulosa ignorancia. Como si existieran más allá de las fotos, del ir y venir de coches con chófer, y de los turbios tocamientos que se hacen los anfitriones, en este caso tan ínclitos como Mas y Rajoy, desde sus respectivas peceras ideológicas.

Estas mencionadas reuniones me recuerdan mucho aquellas de ejecutivos de empresa que, sensiblemente -con la sensibilidad que les da la marca que representan, sea un periódico o una fábrica de felpudos, o las dos cosas-, se arraciman en las salas de juntas para arreglar su mundo, cuando en realidad lo que hacen es volver a casa a tiempo de ver cómo se desmorona el verdadero, cómo sus hijos pasan de ellos, la mujer va de Merlot, y etcétera. Los ejecutivos solucionan el asunto buscándose otra mujer con la que repetir la historia. Los políticos, cambiando de cargo, o de país para la reunión, pero nunca renunciando al pomposo culo desde cuya fláccida empatía nunca solucionan nada.

Tomemos el Mediterráneo, cuyo salvamento fue la temática que agrupó por unas horas a una serie de personas, de las cuales al menos unas pocas eran pintorescas, en el palacete de Pedralbes, en Barcelona. Estaba el canciller de un país como Líbano, que ha sido bombardeado repetidamente por Israel y que también disfruta de una milicia paralela, Hizbulá, que lucha en Siria contra los rebeldes y junto al dictador El Asad, y en defensa de los hutis, o chiítas,  en Yemen, ocasionando dolor, también, en la tierra libanesa, que se ve obligada a mantener al Ejército luchando en la frontera. Estaba el ministro del país que lleva más décadas bombardeando lo que puede de la vecindad, Israel, y estaban los cancilleres de gobiernos que reprimen a los suyos y también bombardean Yemen, como Egipto. Y de otros que atentan contra los derechos humanos en su variedad extremadamente oriental, como Tailandia, y de otros aún más cercanos, como Hungría, que hacen de la xenofobia su bandera.

¿De verdad alguien, aparte de los informadores de corte Corte Inglés, creen que se consiguió algo? No, el cinismo arranca desde la base: anda, vámonos a Barcelona, ciudad cuyas autoridades siempre mueven el rabillo para figurar en el Mediterráneo, luego hacemos una declaración y quedamos para la próxima. Vienen y se van, viajan y desviajan, desovan y paren papeleo como si no tuvieran vergüenza.

Y entre tanto, en ese Mediterráneo que dicen querer proteger, oleadas de cadáveres de refugiados dejan que las olas les den el único abrazo al que se les otorga derecho. Qué lástima que los últimos 400 muertos por abandono generalizado no fueran a parar, las manos yertas por delante, a los pies de sus excelencias, como contundente rúbrica de su hipocresía.

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