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La democracia es algo que se ve y se toca

Miguel Roig

Hace unos años el Museo del Prado exhibió un conjunto de obras de Cy Twombly cuyo eje temático era la batalla de Lepanto. A finales del siglo veinte esta obra fue encargada por la Bienal de Venecia para inaugurar el nuevo milenio. El Lepanto de Twombly muestra toda su capacidad plástica pero con unos ligeros rasgos de figuración poco habituales en él. En los grandes formatos que fueron expuestos en el Prado se vislumbra la batalla con estallidos de sangre y fuego en un mar surcado por naves que salen de la caligrafía primitiva de Twombly: unas pintadas con un trazo arcaico y otras que dejan la sensación, en la media distancia, de haber sido rasgadas. Tiziano, Tintoretto y Veronés, entre otros, pintaron esta batalla que enfrentó al imperio otomano con la llamada Liga Santa, e incluso en El Escorial hay lienzos que encargó Felipe II a Luca Cambiaso. Así como Jorge Semprún reclamaba una conversación cara a cara entre el Guernica y los fusilamientos de Goya en el mismo ámbito, en 2008 Twombly llegó para entablar un diálogo estimulante. Del mismo modo que los dibujos prehistóricos hablan de una intención y una necesidad de representar de manera rupestre, en un movimiento inverso los lienzos de Twombly dejan ver el olvido, la erosión del tiempo, el paso de la historia, la pérdida del detalle y de la ambición de Tiziano o Vasari. Lo que alumbra este conjunto es el simple destello de una memoria perdida.

La política parece haber sufrido un proceso de fuga similar. La contundencia de los grandes relatos, las revoluciones del siglo anterior, la épica de la revolución cubana, la amabilidad del socialismo escandinavo o la intención de construir una nación europea son imágenes de las que hoy quedan solo trazos, caligrafías fragmentadas sobre un fondo gris, como en la obra de Twombly. Un gris de ausencia.

En la Exposición Universal de 1992 en Sevilla, entre la majestuosidad de los pabellones nacionales como el de Canadá, Alemania o Japón, resultaba curioso ver emerger, como intrusos en el mapa de los países, la torreta circular de Siemens, el arriesgado y majestuoso edificio de Rank Xerox o el de Futjitsu, también de características singulares con una gran cúpula convexa. Esa incursión acaso tímida era todo un síntoma de los nuevos tiempos: la supremacía de la economía sobre la política. El filósofo Manuel Castells, no sin razón, afirma que el problema actual al que se enfrenta el mundo es de índole político y no económico.

El modus operandi del presidente Mariano Rajoy da sustento a este giro cuando, al explicar las razones por las que no ha aplicado el programa electoral con el que alcanzó una mayoría absoluta, ofreció como todo argumento el peso de la realidad. ¿No es, acaso, la política la herramienta dialéctica para transformar la realidad?

El rol pasivo o nulo al que se ha sometido lo político y la práctica de esa suerte de desplazamiento es el que intentó impedir desde múltiples ángulos el ascenso de Jeremy Corbyn al frente del laborismo británico, especialmente bajo fuego amigo ejercido por Tony Blair. Viene a cuento recordar nombres como el de Mario Monti quien fue puesto al frente del gobierno italiano sin pasar por las urnas. Monti es un tecnócrata que proviene del grupo Goldman Sachs, al igual que Mario Draghi, presidente del Banco Central Europeo, el expresidente griego Lucas Papademos o el ministro de Economía español, Luis de Guindos, que prestó servicio en la compañía Lehman Brothers, entidad que desató la crisis en 2008. Este fenómeno se conoce popularmente como el síndrome de la “puerta giratoria”, es decir, los vasos comunicantes entre el poder económico y el político y debe su amplia divulgación a una intensa práctica en el campo político y el de la actividad privada. En Estados Unidos, como en Europa, es algo cotidiano. El economista Robert Rubin pasó de Goldman Sachs a la Secretaría del Tesoro con Bill Clinton, desde donde logró la máxima liberalización del sector financiero, y luego aterrizó en Citigroup, mientras que Henry Paulson pasó de la dirección de Goldman Sachs a la Secretaría del Tesoro de George W. Bush y desde esa posición fue una pieza fundamental para permitir la quiebra de Lehman Brothers.

El exministro Carlos Solchaga afirmó que “un ‘técnico’ es un político que además sabe de algo”. En ese marco también es posible circunscribir figuras como la de Felipe González o la del argentino Carlos Menem aunque en este último caso remita a un fenómeno cuasi parapolítico: el peronismo.   Cuando Menem, hombre de la izquierda peronista en su juventud, alcanzó el poder se alió con los sectores más conservadores para aplicar un programa cuyo único parangón en la región es el plan monetarista que impulsó Augusto Pinochet en Chile. Menem, ni bien alcazó el poder, nombró como ministro de Economía a un técnico de Bunge & Born, un pool de empresas argentino que llegó al paroxismo de utilizar su propia estructura informática para gestionar la economía del país. Menem comenzó su plan de privatizaciones por el ministerio de Economía: de ahí en más, todo fue más sencillo.

Como se ve, el desplazamiento hace que la política deje de organizar la cosa pública en el sentido de superar contradicciones y garantizar, o al menos defender, el bienestar general. Y así como vemos a los tecnócratas transitar la distancia que va del circuito financiero para ocupar espacios públicos –y redefinirlos–, observamos cómo los políticos, a través de las “puertas giratorias”, ingresan en el sector privado. Sonados son los casos de los expresidentes González y José María Aznar, cuyas agendas están colapsadas de actividades que van desde los puestos de consejeros en las empresas hasta un fondo de capital de riesgo propio, en el caso de González. Preguntado por el periodista Jordi Évole sobre esta circunstancia, González se limitó a decir que él “tenía alternativas vitales”. En sentido inverso, Silvio Berlusconi, un actor del campo empresarial, ocupó en estas últimas dos décadas el centro político italiano disolviendo todo rastro de política y demostrando cómo se puede gestionar lo público en un sentido privado y con el interés puesto en un solo lugar opuesto al bien común.

En estos días asistimos al trato laxo que el Gobierno español ofrece a Volkswagen, empresa que en nuestro país goza de plazos mayores que los propuestos por el Ejecutivo de Angela Merkel y en el momento de escribir este artículo el ministro de Industria, Energía e Industria, José Manuel Soria declaraba que el Gobierno “no se ha planteado ni va a plantear la devolución” de los incentivos por parte de los compradores [de vehículos de la marca] ya que “se actuó de buena fe”. Lo cierto es que mientras que Volkswagen admite que hay casi setecientos mil vehículos afectados en España, quien solo parece haber reaccionado es la plataforma de consumidores Facua al denunciar ante la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia al grupo Volkswagen por “falsedad y publicidad ilícita” al tiempo que se preguntan por qué razón no se ha actuado de oficio. La respuesta podría darla el ministro Soria: una cuestión de fe.

En este escenario, la intangibilidad de lo político lleva a la invisibilidad de la democracia, y tal como afirma el escritor Javier Pérez Andújar, “la democracia es algo que se ve y se toca, y donde no se percibe es que no la hay”. En la pintura de Twombly, decíamos, hablando de la serie Lepanto, entre las manchas de los colores y los fondos azulados, se distingue la grafía primitiva de las naves, sugeridas, rasgadas, como un recuerdo que se esfuma. Quizás aquello que estamos viendo en el laborismo inglés o en los intentos de confluencia de la izquierda en España, sea una pulsión equiparable a esas naves de Twombly que, aunque difusas, se encuentran en medio de una batalla.

  

 

 

 

 

 

 

 

 

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