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Lo inevitable

Maruja Torres

Ni harta de vino habría querido perderme, ni como periodista ni como persona, ni como observadora ni como vividora, ni como mujer ni como hija de mi madre, ni como ciudadana ni como apátrida…

Acortando: no habría querido perderme la durísima pero importante época que viene. Porque ya es inevitable admitir que el cambio es inevitable. Y mucho más inevitable resulta pensar que la verdadera naturaleza del cambio se organizará inevitablemente conforme la sociedad vaya permeando su tejido a las novedades que van viniendo. Como el agua, los cambios empaparán el fondo, colándose por cualquier grieta, por mínima que sea.

He tardado en leer al joven y emblemático periodista de izquierdas británico Owen Jones, y al principio de su segundo libro, El Establishment, la casta al desnudo, cuenta por qué se produjo el éxito del thatcherismo, de qué modo trabajaron las fuerzas conservadoras para recuperar un poder que creían haber perdido a partir de una posguerra en la que se abrió mano a los derechos de las clases consideradas como inferiores. La idea de que la revolución conservadora era inevitable, y de que también lo era poner en su sitio a sindicatos y trabajadores para asegurar el bienestar del país, fue penetrando la malla social gracias al trabajo de numerosos think tank de derechas y a un montón de dinero que fue invertido en colocar en puestos clave de los organismos de manipulación de masas a jóvenes despiadados y ambiciosos. Fue una operación lenta pero brutalmente eficaz que condujo a la desregulación de los mercados y la corrupción que finalmente ha sido descubierta en todos los países que se entregaron al neoliberalismo inaugurado oficialmente por Thatcher y su compinche Reagan: incluido el nuestro. Leed el libro, si no lo habéis hecho ya, vale la pena.

Aquel cambio se apoyaba en varias crisis económicas que se produjeron estando en el Gobierno británico el Partido Laborista, y por eso encontró terreno fértil entre los votantes. El cambio éste nuestro –de España, de Grecia, de nosotros, de los países que seguirán: de ahí el miedo de los poderosos–, es de signo contrario y consiste básicamente en ir planteando oposición al sistema para provocar el cambio que hace cambiar la vida. Se apoya en algo mucho más irreductible que el poder y el dinero. Se afianza en la cultura de resistencia que las propias dificultades de la vida han ido propiciando, en el talento de jóvenes bien educados por padres de izquierdas que han visto sus ideales traicionados, y también en generaciones anteriores a ellos que estamos dispuestas a volver a empezar. Las abuelas y los abuelos que fuimos templados en los prodigiosos años 70 del pasado siglo.

Así, es de esperar que hasta los más apáticos de aquellos que aún creen que lo de pensar en lo que ocurre es para otros, y aquellas que “lo que diga mi marido, que yo de política no entiendo”, y los indiferentes, sientan por fin que el agua que les llega, no desde arriba sino por lo horizontal, desde su mismo plano, es fresca y limpia. Y que se dejen traspasar, se dejen empapar y mullir y esponjar.

No podremos revertir de un golpe el austericidio, puede que ni siquiera lo consigamos con muchos golpes, y desde luego recibiendo hostias y desdenes. Pero el sólo hecho de que convirtamos en inevitable la resistencia y la oposición a aquello que nos han dicho que no podemos evitar, el simple gesto de hacer ruido de las cadenas: qué bien nos sienta, para empezar, y cuánto miedo provoca.

Ni harta de vino habría querido perdérmelo.

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