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Día Internacional contra el Maltrato Infantil: una mirada desde la infancia y la perspectiva de género
Cada 25 de abril, el calendario nos recuerda una verdad incómoda: la violencia contra la infancia sigue siendo una realidad cotidiana para millones de niños, niñas y adolescentes en todo el mundo. No basta con conmemorar un día; es imperativo posicionarnos desde una ética de la responsabilidad colectiva y exigir cambios estructurales que garanticen entornos seguros, protectores y amorosos para quienes más deberían contar con nuestro cuidado: las infancias.
Cuando hablamos de maltrato infantil, solemos pensar en golpes, en gritos, en abandono. Pero es necesario ampliar la mirada. El maltrato también se manifiesta en la negligencia emocional, en la ausencia de escucha, en la sobrecarga de responsabilidades que impiden a niños y niñas vivir su niñez con dignidad. Se expresa, además, en las desigualdades estructurales que afectan de manera particular a las niñas y adolescentes, especialmente aquellas que viven en contextos de pobreza, exclusión social o violencia de género.
La perspectiva de género es imprescindible para comprender cómo las violencias hacia la infancia operan de manera diferenciada. Las niñas y adolescentes son desproporcionadamente víctimas de abuso sexual, explotación y matrimonios forzados. En muchos contextos, se les exige un comportamiento “maduro” y “responsable”, mientras que sus pares varones reciben indulgencias bajo el amparo de una masculinidad que normaliza la agresión y la falta de afectividad. Esta doble moral no solo reproduce estereotipos, sino que perpetúa dinámicas de poder profundamente injustas.
Asimismo, es urgente reconocer el impacto del adultocentrismo, esa estructura social que invisibiliza las voces y derechos de la infancia, relegándola al lugar de la obediencia y la dependencia absoluta. Los niños y niñas no son ciudadanos del futuro: son sujetos de derecho en el presente. Su voz debe ser tenida en cuenta en los procesos que les afectan, y su bienestar debe estar en el centro de todas las decisiones políticas, educativas y sociales.
En el ámbito de la protección, como profesionales, debemos hacer autocrítica. ¿Estamos escuchando de verdad? ¿Estamos siendo coherentes con el enfoque de derechos que decimos sostener? ¿Qué lugar ocupan el consentimiento, la autonomía progresiva y la reparación del daño en nuestras intervenciones? No basta con proteger; es necesario transformar.
Hoy, más que nunca, necesitamos políticas públicas con perspectiva de género e infancia, profesionales sensibilizados y formados, familias acompañadas y comunidades implicadas en la corresponsabilidad del cuidado. Pero, sobre todo, necesitamos una sociedad que no tolere ni una forma más de violencia contra niños y niñas, que se indigne, que actúe, que no calle.
Porque proteger la infancia no es una opción: es un deber ético, político y humano. Y no hay verdadera justicia social sin una infancia libre de violencia.
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