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¡Buuuuuuuuuh!

Max Pradera

La noticia de un público londinense echando espumarajos de rabia porque su ídolo, Justin Bieber, se presenta en el escenario con cuarenta minutos de retraso me ha llevado a plantearme varios interrogantes. El primero es obvio: ¿cuánto hubiera pagado yo esa noche para que Justin no llegara a presentarse nunca? La segunda es: ¿qué cosas me cabrean a mí en los conciertos? La respuesta varía, según se trate de un concierto de pop/rock/jazz o de música clásica. Una vez vi un recital de Franco Battiato en Pozuelo de Alarcón (había un Jaguar aparcado en la puerta, pero no era del cantante) en el que el italiano nos encasquetó todos los temas de su nuevo disco –que nadie conocía– durante la primera mitad de su actuación. ¡Era imposible conectar con él! ¡Habíamos ido a oírle cantar lo del Centro de gravedad permanente! Ávido como estaba de dar a conocer lo nuevo, Battiato se olvidó de regalarnos los temas de siempre y nos dejó fuera de onda durante tres cuartos de hora, al cabo de los cuales se dio cuenta, ¡por fin!, de que si estábamos allí era para verle danzar como los zíngaros del desierto.

Más cositas que me cabrean: los artistas que salen al escenario, tocan el disco y se van a su casa. Se lo vi hacer a Paolo Conte en Madrid y no me gustó un pelo. Para colmo, dio un solo bis y cuando el público le pidió otro, respondió con el muy antipático gesto de cortarse el cuello con la mano, como diciendo: “¡Basta, pelmazos!”. Un concierto es un servicio, un disco es un producto. El concierto no puede limitarse a hacernos escuchar el disco en directo, tiene que haber algo más. Y dado lo que cobran algunos, yo aun diría: mucho más.

En los auditorios de música clásica, me cabrean los eyaculadores precoces. Me explico: son esos melómanos que, antes de que se haya apagado la última nota ya están prorrumpiendo en aplausos histéricos. Privan al resto de espectadores de esos tres segundos mágicos de silencio que median entre el momento en que muere el acorde final y el gesto del director de orquesta de bajar los brazos. También me ponen a cien los que chistan a los que aplauden a destiempo, por ejemplo, al final de un tercer movimiento, en una sinfonía de cuatro. En el ritual absurdo en el que hemos convertido los conciertos de clásica, todo –incluso las emociones– tiene que estar reglado. ¡Pero esos chistadores ignoran que hay cartas de Mozart a su padre (y de Brahms a su amigo Joachim) en las que describen entusiasmados el momento en que el público aplaude incluso (como al final de un solo de jazz) al terminar una cadenza!

¡Se me llevan los demonios! ¡Aaaaaaag!

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