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La mano de una mujer

Rafael Reig

En mi casa no íbamos a misa, pero todos los veranos, si estábamos en Asturias, entrábamos con el abuelo Benito en la cueva de Tito Bustillo, en Ribadesella. Entonces aún había que descender con cuerdas. El famoso caballo negro se quedó tan grabado en mi pupila que a veces creo recordar que lo he pintado yo mismo de pequeño, a lápiz y en un cuaderno escolar.

Sin embargo, lo que más me perturbaba siempre en esa cueva era la silueta de una mano, una sola mano izquierda sobre la piedra. Está, por así decir, en las afueras, en el extrarradio, es difícil de ver, pero una vez que la has visto, ya no puedes olvidarla nunca:

Hace miles de años, tras dibujar en el centro de la pared grandes caballos, bisontes o incluso una ballena (la hay en la cueva de Tito Bustillo); en una esquina apartada, alguien apoyó la mano en la fría roca y con una caña sopló sobre ella pintura roja.

Hay manos en las paredes de casi todas las cuevas (aunque en Asturias la de Tito Bustillo sea la única) y en todo el arte paleolítico, como hay firmas detrás de las puertas de todos los váteres de los bares de mi barrio.

Quien haya visto tantas veces como yo el llamado Camarín de las Vulvas de la cueva de Tito Bustillo reconocerá de inmediato la afinidad entre la pintura rupestre y la mingitoria.

El paso natural que sigue a dejar constancia de tu mano en piedra o de tu firma en el lavabo es sin duda escribir una poesía. Después de dibujar genitales esquematizados en la pared de la cueva o del baño, se acaba escribiendo sonetos de amor.

La rima y los recursos métricos equivalen a la piedra y los pigmentos perdurables: se usan para que sea fácil de recordar, para que permanezca.

Pero ¿de quién son esas manos?

Las últimas dataciones, efectuadas por Alistair Pike utilizando la técnica del uranio/torio, aseguran que en la cueva de El Castillo “algunas siluetas de manos” tienen 37.300 años de antigüedad. ¿Podrían entonces ser obra de neandertales? Juan Luis Arsuaga afirma que no hay nada probado con este trabajo de Pike y sus colegas, y añade: “Las elaboradas figuras de ciervos y bisontes, no creo, pero las siluetas de manos y los símbolos, ¿por qué no?”.

Inquieta pensar que esas manos pueden ser de neandertales: las afueras de las afueras, el testimonio de una especie casi como la nuestra, pero extinguida, toda una humanidad, otra posibilidad de humanidad, que desembocó en la nada.

Y sin embargo, ahí está todavía su mano, tendida hacia la nuestra.

Ésta es una de las muchas manos de la cueva de El Castillo, en Puente Viesgo, Cantabria:

Y éstas son las manos qe vi en la cueva de Altamira (en su réplica, que es extraordinaria):

Rafael Alberti confesó que, tras visitar Altamira: “Abandoné la cueva cargado de ángeles, que solté ya en la luz, viéndolos remontarse entre la lluvia, rabiosas las pupilas”.

A mí me produjo un impacto parecido, salí abrazado por aquellas manos capaces de rozarme la cara a través de la oscuridad del tiempo.

No está claro si son manos de neandertales o de homo sapiens, aunque según la teoría de Dean R. Snow son en su mayoría manos de mujer (más de un 70%, dice él).

Los primeros versos en nuestro romance castellano también son voces de mujer, que nos hablan desde una distancia de diez siglos, aunque aún suenen como un susurro al oído.

Son las jarchas, el extrarradio de la poesía, nuestra lírica rupestre, manos y voces de mujeres, versos que acarician en voz baja.

Como muchas cuevas prehistóricas, las jarchas son un descubrimiento reciente y casi accidental. Se suele decir con mucha razón: uno nunca sabe el pasado que le espera.

Altamira la encontró en 1868 un cazador que buscaba a su perro. En 1968 un grupo de jóvenes descubrió unas pinturas al descender al Pozu‘l Ramu; entre ellos iba Celestino Fernández Bustillo, que murió a los pocos días en un accidente de montaña y bautizó el descubrimiento. En 1948 Samuel Miklos Stern, al estudiar composiciones hebreas (de origen árabe), las moaxajas, se tropezó con las jarchas.

La publicación del legendario artículo de Stern, “Les vers finaux en espagnol dans les muwasshas hispano-hébraiques: une contribution à l'histoire du muwassahas et à l'étude du vieux dialecte espagnol 'mozarabe'”, cambió por completo la historia de la literatura en castellano. No exagera Alan Deyermond al compararlo con la piedra Rosetta y con el descubrimiento de los rollos del Mar Muerto. Por si fuera poco, al año siguiente Stern encontró jarchas en una moaxaja árabe y así, entre Stern y el gran arabista Emilio García Gómez desenterraron la primitiva lírica popular románica que estaba oculta en esas composiciones en árabe y en hebreo.

En pocas palabras: la poesía castellana no empezaba, como se había creído hasta entonces, con la épica y don Rodrígo Díaz de Vivar, sino un siglo antes y con una mujer hablando en voz baja.

Fue como si, después de admirar tanto tiempo el bisonte, el caballo y el cetáceo, alguien reparara de pronto, distraído, en la pequeña mano estampada en la pared.

El aire de familia de las jarchas con otras formas líricas primitivas, aunque posteriores, salta a la vista: el Frauenlied alemán, la chanson de femme francesa, la cantiga d’amigo galaico-portuguesa, etc.

En 1919 ya propuso Menéndez Pidal en una famosa conferencia la idea de una tradición continua que venía de las canciones populares de la época romana y, tras el descubrimiento de Stern, afirmó que las jarchas eran ese eslabón perdido que confirmaba su teoría. Esta línea de investigación, a la que se suma (según propuso James T. Monroe ya en 1976) la lírica popular del norte de África, confirma la sospecha (o la esperanza) de que hay una tradición oculta (o que nos ha sido escamoteada). No es extraño que el reciente libro de Santiago Auserón, El ritmo perdido, lleve a cabo una investigación semejante en el terreno paralelo de la música popular.

Las jarchas, pues, son breves coplas populares en romance mozárabe, que aparecen en unas composiciones más largas (y cultas), las moaxajas, compuestas tanto en árabe como en hebreo (si bien la moaxaja es una estrofa creada por un árabe cordobés, de Cabra). El mozárabe es lo que hablaban los cristianos en la España musulmana, una especie de jerga que transitaba entre el latín vulgar, el romance castellano, el árabe y el hebreo. Se han rescatado poco más de sesenta jarchas, encontradas en moaxajas de entre los siglos XI y XIII. La más antigua se cree que es anterior a 1042.

Se trata, por supuesto, de fusión, como se diría ahora. Carne de extrarradio: cruce de lenguas y de culturas, voces de mujer, amores impacientes o imprudentes, un par de versos en romance que se cuelan en un poema culto en árabe o en hebreo, como una pintada garabateada a escondidas en los lavabos. No se puede concebir nada más alejado del centro de la ciudad poética y sus amplias avenidas con jardines de recreo, donde habitan los poetas cortesanos, la épica, los grandes héroes conquistadores.

Escuchemos esa voz, dejemos que se acerque esa mano que aún conserva en los dedos la humedad de la piedra de la caverna:

¿Qué faré, mamma? Meu al-habib est ad yana.

No sé a ti, pero a mí esta sencilla jarcha, la número 11 (¿Qué haré, mamá? Mi amado está a la puerta), me conmueve tanto como la mano tendida en la cueva de Tito Bustillo. Es muy característico de las jarchas, por cierto, ese carácter suspensivo: ¿Qué hago? Va a llegar mi amor, está llegando, ¿y ahora qué voy a hacer?

Otras hay con una dulzura lastimera, como la número 18 (que también termina, por así decir, en puntos suspensivos):

¡Tanto amare, tanto amare, habib, tanto amare! Emfermeron olios nidios e dolen tanto male.

(¡Tanto amar, tanto amar, amado, tanto amar! Me enfermaron los ojos brillantes y duelen tanto).

No hay que creer que estas mujeres no hacen otra cosa que lloriquear y esperar a que su amado abra la puerta. Ni mucho menos. No son las señoritas mojigatas de los barrios céntricos: son las mujeres de armas tomar del extrarradio, las de rompe y rasga, las mismas mujeres decididas y dispuestas a todo que recorrerán más tarde nuestro Romancero, las serranas que se encontrará el Arcipreste en el Guadarrama, las “Vénus de barrière” que cantará Brassens o las tanguistas y su “melodía de arrabal”:

Meu sidi Ibrahim, ya nuemne dolche, vent’ a mib de nohte. In non, si non queris, yireim’ a tib: garme a ob legarte.

Dice la número 22: Señor mío Ibrahim, oh dulce nombre, vente a mí de noche. Si no, si no quieres, me iré yo a ti: dime dónde encontrarte.

Decididas, dispuestas a todo, pero también exigentes y con mucha más imaginación erótica que los hombres a los que aman, como deja bien claro la jarcha número 31:

Non t’amaray, illa con al-sarti an taima halhali ma’a qurti

O sea, según García Gómez: No te amaré, si no juntas las ajorcas de mis tobillos con mis pendientes.

Qué tentadora y acrobática petición.

Así es la dulce, firme y alegre lírica popular, esa corriente sumergida que va haciendo charcos a lo largo de la historia, la poesía del extrarradio, desde su origen en romance hasta la penúltima polingonera que tararea coplas de Juan Perro o de Santiago Auserón.

¿De quién son esas manos, esas voces?

Ojalá sigan siendo las nuestras esas manos sobre la piedra, esas voces en la oscuridad, ese ritmo perdido o escamoteado por la música celestial de los barrios céntricos.

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