El disputado sueldo de Sus Señorías
En 1838 se presentó ante el parlamento inglés la llamada “Carta del Pueblo”, que sintetizaba en seis puntos las aspiraciones democráticas de los sectores sociales excluidos de la representación en el Estado liberal: (1) que se ampliase el sufragio a todos los hombres mayores de 21 años; (2) que no hiciese falta ser propietario para ser diputado; (3) que el Parlamento se convocase anualmente; (4) que los distritos electorales fuesen iguales en población; (5) que se estableciese el voto secreto; y (6) que se fijase un salario para los miembros del Parlamento “para permitir que los honestos comerciantes, los trabajadores u otras personas, sirvan a su circunscripción, pudiendo abandonar sus negocios para atender a los intereses del país”.
En el parlamentarismo liberal del siglo XIX, en el que los ricos representaban a otros ricos, que eran los únicos que tenían derecho de voto, los parlamentarios no cobraban sueldo, ni lo necesitaban. Con la ampliación del sufragio el sueldo de los parlamentarios se convirtió en una conquista social para permitir que cualquier persona, con independencia de su origen, pudiera dedicarse a la política.
Aunque ha llovido ya mucho desde los tiempos del cartismo, el debate sobre los sueldos de los parlamentarios es uno de esos “clásicos” que siempre reaparece, especialmente en aquellos momentos en los que la justa indignación ciudadana ofrece un caldo de cultivo favorable para la demagogia antipolítica.
La decisión de la presidenta de Castilla-La Mancha de suprimir los sueldos de los miembros del Parlamento de dicha comunidad es, por descontado, una decisión populista y tramposa. No merece la pena reincidir en ello. Sí puede ser más interesante, en cambio, abordar el debate desde la perspectiva del modelo de representación política presente en nuestro texto constitucional.
Situemos la cuestión. La ausencia de sueldo no significa la ausencia de remuneración. El debate actual no es, pues, a favor o en contra de la remuneración, sino la opción entre el sistema de sueldo, que conlleva la dedicación exclusiva (salvo excepciones tasadas) o el sistema de dietas, en el que los parlamentarios siguen manteniendo su puesto de trabajo (los que lo tienen) y lo compatibilizan con su actividad política, cobrando solo por la asistencia a las sesiones parlamentarias oficiales.
El sistema de dietas es el que funcionó, al principio, en los parlamentos de las comunidades que accedieron a la autonomía por la llamada “vía lenta”, que redactaron sus Estatutos conforme a lo previsto en el Pacto Autonómico de 1981, ya que en ellos las escasas competencias legislativas asumidas inicialmente no suponían una carga de trabajo suficiente como para justificar la dedicación exclusiva de los parlamentarios. Sin embargo, una vez reformados los Estatutos y alcanzado un techo de autonomía similar en todas las comunidades, la actividad de los parlamentos creció y todos fueron pasando, uno a uno, al sistema de sueldo, excepto los de Castilla y León y La Rioja, en los que nunca se abandonó el sistema de dietas.
¿Es inconstitucional el sistema de dietas? No lo creo. No creo que sea posible construir dentro del artículo 23.2 de la Constitución un “derecho a percibir un sueldo” como parte del ius in officium, indispensable para el ejercicio del cargo representativo. Sí hay, por supuesto, un derecho a percibir las asignaciones o indemnizaciones que estén establecidas normativamente, pero que el reglamento de la asamblea establezca un sistema u otro de remuneración –sueldo o dietas- es una decisión que entra dentro de su esfera de autoorganización y en la que se podrán tener en cuenta diversos factores, como el volumen de trabajo del órgano o las disponibilidades presupuestarias.
Pero, dicho lo anterior, aunque a mi juicio no existan argumentos jurídicos que impongan de forma imperativa el sistema de sueldo, existen razones de peso que permiten afirmar que es el mejor sistema para el funcionamiento de una democracia avanzada. Trataré de sintetizarlas de forma breve:
En primer lugar, sólo el sistema de sueldo permite realizar de forma óptima el principio de igualdad en el acceso a los cargos representativos. Estamos hablando de una igualdad real y efectiva, no de una mera igualdad formal. El sistema de dietas lleva, en la práctica, a que casi todos los parlamentarios sean funcionarios, pues son los únicos que pueden realmente compatibilizar su trabajo con la actividad parlamentaria.
En segundo lugar, el sistema de sueldo implica, por lógica, una mayor eficacia en el cumplimiento de las funciones parlamentarias, desde una perspectiva individual, especialmente en lo que atañe a la relación entre representantes y los representados. El sistema de dietas favorece el “presentismo”, pues los parlamentarios asisten sin falta a todas las sesiones a las que son convocados, porque si no lo hacen, no cobran, pero las actividades que no conllevan dietas, como reunirse con colectivos ciudadanos, estudiar los temas en profundidad, atender a los medios de comunicación, etc., no siempre van a ser realizadas satisfactoriamente, debido a las obligaciones laborales o profesionales de los parlamentarios.
En tercer lugar, el sistema de sueldo también favorece una mayor eficacia en el funcionamiento del propio parlamento desde una perspectiva puramente organizativa. Una consecuencia perversa de la no existencia de sueldos es que gran parte de la actividad parlamentaria gira en torno a las dietas: la experiencia de los parlamentos que se han regido hasta ahora por este sistema, como, por ejemplo, el de Castilla y León, nos enseña que en ellos es significativamente mayor el número de miembros de las comisiones y el número de sesiones de comisiones y ponencias, sin que el contenido real de estas reuniones justifique muchas veces su convocatoria. Téngase en cuenta también que, cuando no se prevén subvenciones directas a los partidos políticos, una parte de las dietas que cobran los parlamentarios se detrae para financiar la actividad ordinaria de los partidos, y la consecuencia de ello es que la actividad parlamentaria se ve aún más inflada, artificialmente, para atender esas necesidades.
En cuarto lugar, sólo el sistema de sueldo es compatible con un cierto “estatus de la oposición” que posibilite el correcto ejercicio de la función de control. Me explico: A nadie se le escapará que en los parlamentos actuales no es igual la labor que realizan los parlamentarios de la mayoría gubernamental y los de la oposición. La función de control -la más importante en los parlamentos contemporáneos, porque hoy en día los parlamentos aprueban las leyes, pero no son ellos quienes “hacen” las leyes, sino los gobiernos- la realiza la oposición. Por tanto, la ecuación es sencilla: si tenemos parlamentarios a tiempo parcial, la labor de oposición será siempre más floja. Si, además, los parlamentarios tienen que dedicar gran parte de su tiempo a alimentar la maquinaria con iniciativas para generar dietas, el resultado es un parlamento que se asemeja bastante a una de esas jaulas en las que los hamsters (los parlamentarios de la oposición) hacen girar la rueda (a través de numerosísimas y muchas veces irrelevantes iniciativas parlamentarias), para conseguir su ración de grano a fin de mes. Lo triste es que, junto a ellos, hay otros hamsters (los del partido mayoritario) que consiguen su ración sin ni siquiera hacer girar la rueda.
Por último, a lo anterior hay que añadir otra gran perversión que se genera con el sistema de dietas, pues el grupo mayoritario, a través de su control sobre la programación de la actividad parlamentaria y, por tanto, sobre el número de dietas, tiene en sus manos un importante mecanismo de presión sobre la oposición, con la ventaja de que, además, la oposición nunca se atreverá a quejarse públicamente cuando reciba menos dinero, pues ello sería tremendamente impopular.
En conclusión, el sistema de dietas puede que no sea inconstitucional, pero es altamente disfuncional. Un parlamento cuyos miembros sean remunerados mediante ese sistema seguirá siendo un parlamento, no lo dudo, pero será un parlamento menos igualitario en cuanto al acceso al mismo, menos eficaz, peor organizado y más manipulable por parte del partido mayoritario. Como ciudadano, prefiero que mis representantes lo sean a tiempo completo y que estén pagados con un salario digno y transparente, de manera que su trabajo no esté condicionado por la necesidad de maximizar sus ingresos y los ingresos de su partido.