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Adictos (de verdad) a las pantallas

videojuegos

Miguel A. Ortega Lucas

 

No hay adicciones sino adictos, dicen algunos expertos para resumir de qué modo, tan complejo, suele funcionar ese problema. Y, siguiendo esta lógica, hace ya tiempo que muchos adictos, diagnosticados como tal, responden a perfiles muy distintos de los asumidos generalmente por el imaginario colectivo. Por ejemplo el de aquellos que pasan demasiado tiempo pegados a una pantalla, o atados al teléfono móvil, o atornillados a los mandos de un juego de videoconsola u ordenador.

No es, al menos todavía, un problema que deba preocupar en exceso; pero lo cierto es que la adicción a las nuevas tecnologías, como suele englobarse esta cuestión, comienza a emerger como una esclavitud psicológica real más allá de las observaciones, serias o no, de quienes reprochan al de al lado el estar “todo el tiempo” pendiente del juguete de turno. La híper-revolución tecnológica que vivimos nos obliga cada vez más, querámoslo o no, a depender en alguna medida de la conexión con el exterior. Pero la misma tendencia encierra la (peligrosa) paradoja de ahondar el perímetro de la soledad, cuando supuestamente se trata de lo contrario.

Esta intuición, compartida por cada vez más personas, la corrobora el doctor Manuel Ruiz, director del Servicio Provincial de Drogodependencias de Granada, con los datos de la Memoria oficial correspondiente a 2013 muy recientes aún: aunque las cifras percibidas en torno al problema en esta provincia siguen siendo porcentualmente muy bajas (un aumento del 0,09% de los atendidos en 2012 en estos centros al 0,29% en 2013), el incremento ha provocado que comiencen a reconocerse los primeros casos; sobre todo de adolescentes, chicos y chicas indistintamente, con adicciones tecnológicas (teléfono móvil, internet, WhatsApp…). También el de niños camino de la adolescencia (11, 12 años) con problemas de dependencia a los videojuegos.

Es algo que siempre ha preocupado a los padres, explica Ruiz: “Si se tiran mucho tiempo o no enganchados a la televisión, al ordenador… El problema es que son muy pocos los padres con la información suficiente para poner filtros” a las conexiones virtuales; y pocos también los que imponen límites de tiempo a estas costumbres. “Estamos condenados a utilizar la tecnología, tenemos que aprender a convivir con ella. Hoy en día es esencial que los niños aprendan a manejar un ordenador; y el móvil es a veces imprescindible para la vida social y profesional”: se trataría, como siempre, de “distinguir el uso del abuso”. 

¿Cómo distinguirlos? “Es difícil”, responde Ruiz; “porque si tu medio de trabajo depende de estar conectado al móvil o a internet, no se puede medir con el mismo rasero que a un niño”. Pero hay otros baremos para detectarlo entre los adultos: “Si está interfiriendo demasiado en tus relaciones personales; si está alterando tu ritmo de sueño, porque retrasas constantemente el momento de irte a la cama y acabas durmiendo poco, e incluso cambiándote el carácter…”. Es el caso, por ejemplo, de adictos al juego o al sexo que encuentran en el universo virtual un potente sustitutivo para sus necesidades.

Los padres, “la clave”

En el caso de los niños y adolescentes, “los padres son la clave. Porque yo puedo educarles en el colegio, pero si eso no va acompañado de unas normas en casa…”. “Los padres”, opina el psicólogo, “nos hemos relajado mucho. Y las cosas han cambiado muchísimo también en los últimos diez años. El criterio del tiempo ha cambiado. Y eso de que los padres les confisquen la videoconsola durante la semana, o les aplacen el uso de los aparatos hasta que no hagan los deberes, se da muy poco”.

¿Cuál sería la edad mínima conveniente para que un niño lleve un teléfono móvil? Según el director del centro granadino, “es algo relativo porque va en función de la situación de cada cual. Pero antes de los 11 años suele ser como un juego para ellos. Con lo cual es una incitación a que, en cuanto se aburra, empiece a jugar con él. No es aconsejable que se le dé muy pronto, y tampoco que no se le enseñe para qué es y no se le pongan filtros. Igual que al ordenador”. “También puede ser un problema”, añade, “que cada miembro de la familia se disperse y se encierra [literalmente o no] con su propio chisme”.

El aislamiento es un factor muy a tener en cuenta. Para aquellos con personalidades retraídas, el enganche a las tecnologías puede ser una muy mala combinación. ¿Cómo pueden captar los padres, entonces, que puede haber problemas con sus hijos? “Cuando empiezan a estar solos mucho tiempo” con sus aparatos, a “ver cada vez menos a sus amigos”; cosa a la que se suele añadir irritabilidad, peor rendimiento escolar… Sin embargo, tampoco hay que perder de vista nunca que los adolescentes suelen buscar por definición su propio territorio, tener sus cambios “perfectamente normales” a esa edad. Ruiz aconseja cotejar la impresión paterna con la de otros miembros del entorno, con los hermanos, los amigos, el colegio… “Muchas veces son los propios compañeros los que se lo dicen”.

Porque a veces, explica el especialista, son los padres quienes ven con buenos ojos que el hijo o la hija se quede en casa, aun pegado a la pantalla, con tal de no “estar por ahí, haciendo dios sabe qué.haciendo dios sabe qué Se quedan más tranquilos”. Puede suceder entonces que no salgan de botellón, pero que sea peor el remedio que la enfermedad: que se queden a lo suyo, cada vez más horas, dándole a las teclas. Y se acaben sintiendo solos, o con la sensación ilusoria de haberse quedado solos. Lo cual retroalimenta el círculo: “Yo tengo algunos chavalitos que me dicen: es que cuando quiero quedar con mis amigos no los encuentro, entonces me tengo que meter en internet… Pero es que los amigos tienen ya su movida montada; no les puedes llamar una vez al mes, porque no te van a responder igual. Si no cuidas las amistades, si te limitas el tiempo para la familia, los estudios y todo lo demás, te vas a sentir cada vez más apartado”.

Manuel Ruiz llama a los padres a estar más pendientes, ya que “cuatro horas diarias” es ya una cantidad excesiva de horas para que nadie (salvo que sea estrictamente necesario por cuestiones profesionales) esté delante de una pantalla. “No vamos a decir que las tecnologías son malas per se, en absoluto; pero con cabeza”, insiste. “La sociedad nos va a pedir cada vez un mayor uso, y tenemos que adaptarnos. Pagaremos el sarampión del principio, pero la gente tiene que pararse a pensar qué uso hace de cada cosa, y qué uso quiere que hagan sus hijos”.

 

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