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Cooperar o competir: ¿cuál es el camino para un futuro más justo?
Me formé en economía pero con el tiempo me tuve que deformar. Había términos que sonaban en la carrera como el de la competitividad, que se estudiaban como verdades incuestionables. Nuestras economías tenían que ser competitivas, esto es lo que trae bienestar y hace que las sociedades progresen.
El mito de la competitividad, cuando se refiere a la economía, tiene que ver con la idea de que la única forma de mejorar la situación económica de un país o de sus ciudadanos, es siendo “más competitivos” en el mercado global. Si un país puede producir bienes y servicios más baratos, innovar más rápido o atraer más inversión extranjera, automáticamente habrá crecimiento económico, aumentará el empleo y el bienestar de todos.
Con el devenir de los años te das cuenta de que eso es sólo la teoría. En la práctica ser más competitivos se traduce, la mayoría de las veces, en abaratar costes sacrificando los salarios y el empleo. Se adopta, sin más, la creencia de que la competitividad es un fin en sí mismo, cuando en realidad debería ser un medio para lograr un desarrollo sostenible y equitativo.
La competitividad está tan presente en nuestras vidas que, ciertamente, es difícil encontrar una política pública que no se argumente o esté sustentada en base a la premisa de que seremos más competitivos. Valgan estos ejemplos, entre muchos otros, de muestra: el Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia (Next Generation EU) incluye inversiones en digitalización, innovación y sostenibilidad para modernizar la economía española y mejorar su competitividad; el Plan de Digitalización de Pymes 2021-2025 incorpora, como parte de sus actuaciones, el apoyo al emprendimiento digital como base para propiciar una economía más innovadora, dinámica y competitiva; y la Reforma del Sistema de Formación Profesional (2022) tiene como finalidad servir al fortalecimiento, la competitividad y la sostenibilidad de la economía española.
Se degradan las condiciones laborales para ofrecer productos más baratos que no vienen acompañadas siempre de mejores calidades, sino de menores salarios
¿Pero qué tiene de malo ser más competitivos? Indudablemente la competencia no sería nociva si se compitiera con reglas equilibradas, si se manifestara como motivación para ofrecer mejores bienes y servicios, de mejor calidad o más sostenibles.
Nuestro marco teórico dominante entiende que la libre concurrencia de muchos competidores garantiza la satisfacción de nuestras necesidades como sociedad, de una forma equilibrada, retribuyendo según el esfuerzo, el riesgo, el conocimiento y la responsabilidad aportada en el proceso, y con unos precios justos.
Pero en la práctica esto no se suele cumplir. Lo que mayormente observamos, es que esta concurrencia no es tan libre, pues no existe igualdad de oportunidades, empresas fagocitan a otras empresas por conseguir mercados, se degradan las condiciones laborales para ofrecer productos más baratos que no vienen acompañadas siempre de mejores calidades, sino de menores salarios. Ser competitivo en lenguaje neoliberal supone ser más rentable, y al más bajo precio, no al mejor o precio justo.
Lo cierto es que esta motivación termina siendo dañina, pues nos comparamos permanentemente con los demás en el deseo de superarlos y esto genera ansiedad, tensiones, confrontaciones en nuestras relaciones humanas. Implícitamente estamos asumiendo una lucha donde habrá ganadores y perdedores porque si lo llevamos al límite, la competitividad es un juego de suma cero. La competitividad motiva para producir cada vez más, en un afán por acumular y acumular, con el objetivo de satisfacer no las necesidades de muchos, sino la avaricia de unos pocos.
¿Pero la competitividad no está intrínseca en el ser humano? La competencia se da en un contexto de supervivencia y adaptación biológica, donde no hay consideraciones morales o éticas. Cuando extrapolamos las teorías darwinistas de la evolución a la esfera social, surge una discordancia importante, pudiéndose justificar la desigualdad, la discriminación o la falta de apoyo a los más vulnerables. Aunque, gracias a Kropotkin, coetáneo de Darwin, geógrafo, naturalista y pensador político, sabemos que la cooperación y la ayuda recíproca son prácticas comunes y esenciales en la naturaleza humana. La cooperación no es sólo una visión ética, solidaria y filosófica de la vida, es también una forma de desarrollo humano. Pero por razones políticas hemos asumido que la cooperación no forma parte de la evolución.
En ambientes competitivos nos termina motivando el miedo: el miedo a perder un empleo, a quedarnos sin recursos, a perder nuestra vivienda, a quedarnos sin pensión, a que nos destruyan como empresa…
La motivación por cooperación es mucho más enriquecedora, genera círculos virtuosos en nuestras relaciones con los demás, menos dañinas, porque es un juego donde se trata de que ganen todos, teniendo en cuenta y evaluando las consecuencias de nuestras decisiones. En general nos sentimos mejor en ambientes de ayuda mutua, empáticos, donde se tiene en cuenta la situación del otro, cuando nos sentimos partícipes en proyectos comunes.
En ambientes competitivos nos termina motivando el miedo: el miedo a perder un empleo, a quedarnos sin recursos, a perder nuestra vivienda, a quedarnos sin pensión, a que nos destruyan como empresa…
¿Y qué dicen los últimos estudios? Los avances en neurobiología constatan que el desarrollo evolutivo tiene mucho que ver con la cooperación, no por una cuestión buenista, sino porque cooperando nos adaptamos mejor a nuestro medio y sobrevivimos mejor, es un acto en definitiva más inteligente. Y según la filósofa Adela Cortina, “más que nacer para competir estamos más predestinados a cuidar y cooperar. Sin embargo, siendo esto más bien una elección, nuestra sociedad y nuestras instituciones nos motivan más a la competitividad que a la cooperación”.
Por tanto, la competencia es una posibilidad que nos permiten nuestros genes, pero éstos no nos obligan a nada.
Ya sólo quedaría añadir un buen fin que motive nuestra cooperación.