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¿Qué hemos hecho mal para que nuestros jóvenes crean que “con Franco se vivía mejor”?
Asistimos, desde hace ya tiempo, a un fenómeno alarmante: cada vez más jóvenes simpatizan con discursos de ultraderecha que idealizan el pasado autoritario de España, llegando incluso a repetir el eslogan de que “con Franco se vivía mejor”. Y lo hacen desde un marco de pensamiento cada vez más conspiranoico, mostrando simpatías por ideas reaccionarias que parecían desterradas tras décadas de democracia. Además, los datos publicados por diferentes estudios señalan que muchos de estos votantes más jóvenes desconfían abiertamente de la ciencia y de los expertos, y adoptan con facilidad relatos paralelos, narrativas alternativas cuidadosamente diseñadas para seducirles.
Este año, al cumplirse 50 años de la muerte del dictador, se han publicado informes donde se señala que muchos jóvenes desconocen aspectos fundamentales del régimen. ¿Qué ha pasado? ¿Qué hemos hecho mal los adultos para que adolescentes y veinteañeros se traguen bulos que circulan por las redes sociales, sin ser plenamente conscientes de que una dictadura nunca puede ser un buen sistema para gobernar?
Lo primero que conviene asumir es que la democracia, al contrario que la propaganda autoritaria, no se defiende sola, requiere pedagogía permanente. Las nuevas generaciones han crecido sin ser conscientes de un régimen que anulaba la libertad, perseguía a quien pensaba distinto, convertía el miedo en un modo de gobierno cotidiano, donde la desigualdad económica era persistente, y los avances sociales no eran para todos. Argumentar que “con Franco se vivía mejor” es una falsedad histórica que ignora el coste en derechos humanos, en vidas y en dignidad.
Pero necesitamos enseñar a los jóvenes no solo a decir “esto es falso”, sino a cuestionar de dónde viene, cómo se estructura, qué intereses lo alimentan, qué alternativas existen.
La escuela pública adoctrina, sí, pero siempre será un adoctrinamiento en consonancia a los valores constitucionales construidos entre todos, a base de democracia
La escuela cumple aquí un papel fundamental que ninguna red social, ningún algoritmo y ninguna familia puede suplir: crear ciudadanos con criterio propio basados en la argumentación contrastada y no en los bulos o dogmas de fe.
En un contexto donde la extrema derecha ha entendido mejor que nadie cómo captar la atención juvenil en las redes, donde se viralizan vídeos perfectamente preparados para aparentar argumentos sólidos, donde abundan los mensajes calculados para emocionar y polarizar, la escuela debe ofrecer contrapesos reales.
Escuela pública, universal, laica. La escuela pública adoctrina, sí, pero siempre será un adoctrinamiento en consonancia a los valores constitucionales construidos entre todos, a base de democracia. Con todas sus limitaciones, la posibilidad de crítica, de protesta, de mejora es lo que la hace valiosa.
Y no basta con enseñar contenidos, hay que enseñar a pensar con profundidad, a desmontar falacias, a verificar fuentes, a comprender el significado social de los derechos conquistados, aprender a debatir sin destruir al contrario. Como dice Juan Carlos Ruiz en su libro El arte de pensar, enseñemos a tener higiene mental, activando el interruptor del pensamiento crítico cuando sea necesario.
Si la escuela no ocupa ese lugar, lo ocuparán TikTok, Instagram o YouTube. Y ya sabemos quién domina en estos terrenos: los que tienden a simplificar, polarizar, los que tratan de convertir la mentira en puro entretenimiento.
Tristemente vivimos una realidad en la que una mentira bien vestida, con argumentos precisos se impone con facilidad a una verdad compleja. Pero una mentira dicha con mucha precisión no se convierte en verdad, sigue siendo una mentira, aunque muy precisa.
Hemos permitido que el espacio digital, donde los jóvenes pasan gran parte de su tiempo, quede prácticamente sin mediación adulta. Allí circulan vídeos que blanquean la figura de Franco o aseguran que en la dictadura había más orden, más seguridad y menos corrupción
El caso argentino es paradigmático. Más allá del juicio político que cada uno tenga sobre Milei, gran parte de su victoria se sustentó en jóvenes recomendando a sus abuelos que le votaran, nietos convenciendo a generaciones anteriores, casi como ejerciendo un rol pedagógico invertido. ¿Cómo se explica esto? En gran parte, porque esos jóvenes llegaban a las sobremesas “armados hasta las cejas” con vídeos, argumentos simplificados pero contundentes, diseñados para cualquier conversación posible. Mientras tanto, los abuelos y padres tenían argumentos más difusos, más complejos o simplemente desactualizados. Las redes no les habían entrenado para el debate exprés. Y así, como sucede también aquí en España, muchos jóvenes empezaron a convertirse en “referentes” dentro de sus propias familias, no necesariamente porque sepan más, sino porque han sido expuestos a cientos de contenidos diseñados para parecer “razonables”, “rebeldes” o “verdaderos”, aunque estén construidos sobre bulos o falacias.
Hemos permitido que el espacio digital, donde los jóvenes pasan gran parte de su tiempo, quede prácticamente sin mediación adulta. Allí circulan vídeos que blanquean la figura de Franco, comparan datos económicos sin contexto, o aseguran que en la dictadura había más orden, más seguridad y menos corrupción. El algoritmo favorece el contenido que extremiza y con carga emocional y la ultraderecha ha sabido adaptarse a ese lenguaje mucho mejor que otras corrientes políticas. Para muchos adultos, TikTok sigue siendo un misterio.
Y los bulos que circulan por internet no son productos de la improvisación, son piezas sentenciadoras y con un lenguaje emocionalmente seductor. Están creadas para que un joven pueda, en una discusión familiar, desplegar una batería de argumentos aparentemente sólidos sobre casi cualquier tema: cambio climático, feminismo, impuestos, inmigración, educación o salud mental.
Quizás el reto no sea censurar a los jóvenes, sino acompañarlos, ayudarles a distinguir entre soluciones reales y simplificaciones imaginativas. No basta con decirles “una dictadura es mala”, hay que explicarles por qué, enseñarles cómo funciona el poder, mostrarles cómo se construye una sociedad plural. Recuperar la memoria histórica no es abrir heridas, sino evitar que se repitan.
No hemos explicado con suficiente claridad que la libertad de expresión, la educación pública, la sanidad universal o el simple hecho de poder elegir a nuestros gobernantes no son regalos caídos del cielo, sino conquistas que pueden perderse.
Y si queremos que las próximas generaciones la defiendan, debemos empezar por demostrar que vale la pena.