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Cuanto peor, mejor: el incentivo perverso

25 de octubre de 2025 19:45 h

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Nuestros sistemas de incentivos (económicos, políticos y sociales) parecen, a menudo, diseñados para premiar lo que genera daño. No es cuestión de mala fe individual, sino de un sistema que recompensa, con dinero, fama o poder, las malas prácticas. Se paga, se aplaude o se da visibilidad a aquello que, en teoría, todos deberíamos rechazar.

Pensemos en la salud. Las farmacéuticas obtienen grandes beneficios gracias a suministrar tratamientos crónicos para dolencias como la diabetes, la hipertensión o el colesterol. A esto se ha unido, desde hace unos años, la pastilla para el déficit de vitamina D. Raro es que vayas a hacerte unos análisis de sangre y no te salga carencia de dicha vitamina. Pero lo paradójico es que en una región como Andalucía, con sol a raudales, los sanitarios no te prescriban radiaciones solares, sino cajas de pastillas. El sistema de recompensas está montado de tal modo que mantener una dolencia crónica puede ser más rentable que curarla. La investigación se dirige hacia lo que garantiza ventas a largo plazo, no a lo que previene o cura definitivamente.

En la medicina privada, la lógica es similar: un hospital cobra por cada prueba, por cada visita, por cada intervención. Cuantos más pacientes, más ingresos. ¿Dónde está el incentivo a la prevención, a la educación sanitaria, a la vida saludable? La mayoría de médicos, por supuesto, actúan con ética. El problema no es moral, sino estructural: el sistema premia la enfermedad más que estar sanos.

Y este modelo se ha extendido a casi todos los ámbitos de la vida.

En el periodismo digital un titular engañoso, una declaración incendiaria o un bulo pueden generar millones de visitas, e ingresos publicitarios. En este modelo, la precisión, la serenidad o la verdad no se premia, la viralidad y el sensacionalismo sí.

Ni siquiera la ciencia o la academia escapan a esta lógica. Los investigadores son evaluados por métricas, en muchos casos absurdas, que priorizan la cantidad de artículos publicados, y no su impacto o contribución

En la política, los discursos moderados, que requieren matices, se pierden en el ruido mediático. En cambio, los mensajes simplistas y emocionales, los que prometen soluciones fáciles, triunfan en las urnas. La radicalidad da visibilidad; la calma, anonimato. En el juego de la confrontación política más carroñera ya sabemos que “cuanto peor, mejor”.

De igual modo, en el mundo de los influencers, los mensajes misóginos, teorías conspirativas o discursos de odio son los que logran fama y dinero, mientras los contenidos educativos, de análisis o más serenos apenas tienen repercusión. El algoritmo de plataformas como TikTok, Instagram o X premia los contenidos que más emociones intensas generan: rabia, miedo o indignación, y cuantos más adictos a las pantallas, más ingresos publicitarios obtienen.

La misma lógica opera en el mundo empresarial, las firmas tecnológicas que despiden a miles de empleados, como Meta, Amazon o Google, vieron sus acciones dispararse tras anunciar recortes. El mensaje implícito es claro: destruir empleo es un signo de éxito financiero.

Y qué decir de la industria alimentaria, los productos ultraprocesados se formulan para maximizar el bliss point, esa proporción perfecta de azúcar, sal y grasa que lo hace irresistible, activando la liberación de dopamina. En otras palabras, que lo hace adictivo, es decir, rentable, pero no porque sea nutritivo o saludable, sino porque fideliza. Nuevamente se constata que la rentabilidad se sustenta en la obesidad, la diabetes y las enfermedades cardiovasculares, en el malestar ajeno.

La administración pública tampoco se queda atrás. Es notorio que muchos ayuntamientos utilizan las multas con afán recaudatorio, se incentiva aumentar sanciones, no mejorar la circulación o la seguridad vial. Por otro lado, los pluses que reciben algunos empleados públicos por la realización de horas extraordinarias puede ser otro ejemplo de “incentivo perverso”. En muchos países, incluyendo España, una parte del salario que recibe un bombero puede aumentar considerablemente por hacer horas extras durante las emergencias. Dicho de otro modo: si hay incendios, hay más ingresos, si la temporada es tranquila, se cobra menos. Nadie desea incendios, y el trabajo de los bomberos es admirable, heroico, pero el sistema recompensa la emergencia, no la prevención. Las tareas más importantes (limpieza de montes, vigilancia, formación, mantenimiento de cortafuegos...) son las menos reconocidas. La prevención, el esfuerzo silencioso por evitar un fuego no da titulares ni visibilidad, ni se remunera mejor.

Ni siquiera la ciencia o la academia escapan a esta lógica. Los investigadores son evaluados por métricas, en muchos casos absurdas, que priorizan la cantidad de artículos publicados, y no su impacto o contribución al bien común o a resolver problemas de nuestra sociedad. El compromiso social, que debería ser inherente en una universidad, no da rédito ni reputación.

La propuesta de la economía del bien común va en la dirección de premiar aquellas organizaciones que tienen un impacto social positivo, medido éste por su contribución al bien común y no sólo por su éxito financiero

¿Y qué hacer para evitar este círculo vicioso? ¿Cómo habría que proceder para que el éxito económico, político o mediático dependiera de mejorar la vida de la gente y no de aprovechar sus debilidades, de resolver problemas y no de cronificarlos?

Algunos países están experimentando con modelos que premien la prevención, la transparencia o el impacto positivo, en los que, por ejemplo, los sistemas de salud pública bonifiquen a centros que logren reducir las rehospitalizaciones o mejorar la calidad de vida del paciente. En Finlandia y Canadá se experimenta con contratos de “impacto social”: los inversores financian proyectos preventivos, por ejemplo, reducir la obesidad infantil, la pobreza o la exclusión, y sólo cobran si los resultados se consiguen.

La propuesta de la economía del bien común va en la dirección de premiar aquellas organizaciones que tienen un impacto social positivo, medido éste por su contribución al bien común y no sólo por su éxito financiero. Ventajas fiscales, créditos más baratos, privilegios en la compra pública, cooperación con universidades públicas en investigación y ayudas directas son ejemplos de lo que podríamos denominar “incentivos virtuosos”.

Necesitamos, por tanto, repensar nuestro modelo de sociedad, redefinir nuestros indicadores de lo que consideramos éxito, alinear nuestros incentivos con el bien común. En definitiva, diseñar sistemas en los que hacer el bien sea lo más rentable. Que curar sea más rentable que mantener enfermos. Que prevenir incendios dé más reconocimiento que apagarlos. Que informar con rigor genere más ingresos que manipular. Que la serenidad y la cooperación sean más virales que el conflicto. 

Que cuanto mejor… mejor.