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La hora de la poesía

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Ahora que Antonio Rivero Taravillo sigue vivo, “latiendo en la armonía de las sílabas”, uno se detiene a contemplar los ventanales del mundo y sólo percibe un ruido colectivo de tripas y de vesania, el exabrupto convertido en oratoria, los medios justificando cualquier fin.

La tierra memoriosa, tal y como escribió este andaluz que amigaba con Joyce y con Cernuda, se ha olvidado de que hoy nos tocaba ser felices. Íbamos a salir mejores de la pandemia, nos prometíamos con un cándido aire de jipis o de Sor Citroën cuando nos confinaron en nosotros mismos. Sin embargo, recién salidos de nuestras cuatro paredes, nos faltó tiempo para echarle mano a la fusca y encañonar al vecino porque no nos gusta como dice buenos días.

Parecemos, como escribía en otro de sus versos, cangrejos que caminan hacia adelante, psicópatas egresados en la Universidad de la mala baba, con un gentío empeñado en retrasar los relojes de la historia, sin la más mínima compasión por las flores que nos interpelan y un desprecio absoluto por lo que fuimos: corazones intrépidos, buscadores de Itacas convertidas en Baratarias; bienvenidos al Planeta de los Simios, en cuya última secuencia sigue aguardando la libertad enterrada bajo la arena.

Imagino el diorama de soldados que Rivero Taravillo evocaba en un poema y acuden a mis mientes otros versos suyos: “La paz solo precisa un combustible:/ el alma que al callar habla a su alma”. Pero hemos contraído domicilio en el callejón de las almas perdidas y creemos que la guerra, ese monstruo de la sinrazón que cada vez ruge más cerca, es una simple pantalla de videojuegos, donde ganamos puntos por ser cínicos y aplaudimos a nuestros guerreros respectivos sin apercibirnos de que tirios y troyanos suelen ser comunes enemigos de la belleza.

Mientras los bárbaros vuelven a estar a las puertas de Roma, haciendo sonar los escudos de la intolerancia, sus cuernas de despotismo, no nos damos cuenta de que ya hemos sido derrotados, de que nuestra civilización languidece y sólo nos queda la débil esperanza de ocultar los manuscritos en los últimos conventos de la resistencia

Se nos está encharcando el televisor de sangre, mientras a nuestros responsables públicos les ha entrado un repentino interés por la filología y no saben si debe pronunciarse la palabra “genocidio” o sería preferible “masacre”, “carnicería”, “degollina”, “exterminio”, “matancinga”, “holocausto” o “derecho a la defensa”. No se habla de otra cosa entre las pirámides de Sudán, tan olvidadas como la cruenta matanza que les desgarra, ni entre las ruinas de ciudad de Gaza, mientras los promotores urbanísticos, empotrados en el ejército, empiezan a tomar medidas para un futuro resort. “Trabajo con palabras, es decir:/ coloco con cuidado los silencios”, escribía en cambio Antonio Rivero Taravillo, consciente de que, como un viejo proverbio watusi, “un gran silencio hace un gran ruido”. El silencio de los muertos civiles no estremece lo suficiente al corazón del Parlamento europeo, no detiene el pulso de la sala de crisis del Pentánono, ni sacude los escaños de las Naciones Unidas.

Mientras los bárbaros vuelven a estar a las puertas de Roma, haciendo sonar los escudos de la intolerancia, sus cuernas de despotismo, no nos damos cuenta de que ya hemos sido derrotados, de que nuestra civilización languidece y sólo nos queda la débil esperanza de ocultar los manuscritos en los últimos conventos de la resistencia; la igualdad y la fraternidad tendrán que guarecerse en las catacumbas, para aguardar, más temprano que tarde, que sea cierto que no hay mal que cien años dure. Es probable que arrasen, mientras tanto, con vulnerables y orates, con las cenizas de Shelley y las callejas de Cong, con la horcajadura de nuestros sueños. Resulta cada vez más verosimil que entren a caballo en los templos de la sabiduría, que ejecuten a la ley y entronicen a la fuerza. Sólo algo, lo escribía él, no podrán robarnos: la vida, siempre encadenada a la muerte. Antonio Rivero Taravillo creía que la poesía debía ser indócil. Por lo tanto, para todos, como último recurso, quizá haya llegado la hora de ser poesía.