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Pongamos que no hablo de Madrid
Cuando el PP tuvo claro que Isabel Díaz Ayuso podía ser presidenta de la Comunidad de Madrid sabían, incluidos sus partidarios, que estaban despachando mercancía defectuosa, contrahecha. Hoy ya lo reconocen en público los partidarios y, por supuesto, sus detractores, ahora algo revueltos. Incluso ya consideran adecuado y acertado reconocerla por su acrónimo: IDA.
Pero estaban felices: qué bien, hoy comemos con Isabel, cantaban. Lo importante no era quién gobernara esa comunidad de la que usted me habla sino que fuera gobernada por ellos, lo importante era mantener el sistema. Sí, porque que el poder, representado por el PP, controle el centro del Estado es sistémico. España es Madrid y su resto peninsular e insular. No lo tenían difícil, la izquierda de esa comunidad es disolvente. Los movimientos previos y durante las elecciones demostraron el interés del poder en adoptar y criar al joven Errejón como protagonista de la disolvencia capitalina. Luego, como en los evangelios, el niño perdido fue hallado en el templo, que en el sitio del que hablamos es el Congreso, en competencia directa con los palcos capitalinos y otros mentideros de la Corte. La Asamblea de Vallecas quedó así relegada a iglesia de pueblo.
Si desde todos los ámbitos se reconoce la incompetencia de Díaz Ayuso, excepto por los irreductibles de la aldea mediática, no hace menos justicia a su apellido la figura de su vicepresidente, Ignacio Aguado, convidado imprescindible también al servicio del objetivo; pero el poder no va a ceder así como así. Lo que queda de la oposición, grañones de la izquierda de mil experiencias de separaciones, no está en condiciones de ningún tipo de acometer la responsabilidad de tomar las riendas del centro. Todavía los restos del 'Tamayazo' resisten el paso de los tiempos sin que parezcan aprender de su propia experiencia.
Pero los hechos son elocuentes, el fracaso no es solo del gobierno de esa comunidad de la que usted me habla, es un fallo sistémico de todo el Estado. El centralismo es una ideología que tiene una consecuencia inmediata: la concentración. De eso adolece precisamente España, de centralismo y concentración. Las consecuencias las estamos pagando toda la periferia estructural del Estado.
Por eso, ni hablar de confinamiento, sería tanto como confinar el poder pero no hacerlo y seguir manteniendo el sistema está condenando a toda España. Es la concentración empresarial, financiera, bancaria -les adelanto que la nueva Caixa acabará en la capital-, deportiva, mediática, de comunicaciones. Que todo pase por el centro, un poner, el tráfico ferroviario y aeroportuario, no es inocente. Afortunadamente, el marítimo no, pero también está influido.
A todo esto, la ideología funciona. Nos dirán que en el centro del sistema español te acogen, te reciben con los brazos abiertos. Y te contagian, en este caso electoralmente. Como si lo que se cuestiona sea a los madrileños y no el poder concentrado aunque fuera en un no lugar. Los barrios, ciudades y territorios que van a pagar más duramente, hasta el confinamiento, las consecuencias de la pandemia van a ser esos acogidos con los brazos abiertos, que no forman parte del poder pero sí del sistema. Basta echar un vistazo al mapa del voto para ver hasta qué punto Díaz Ayuso es presidenta gracias a ellos.
Cuando todo pase, que no es lo mismo que todo acabe, el sistema luchará por mantenerse intacto. El centro tiene mecanismos muy poderosos para su propia reproducción y muchos clientes dentro y fuera el poder conseguirá, otra vez, estar al frente de los mandos a pesar de la mala experiencia aceptada. Y nos convencerán de que la pantera no era tal felino sino una gata negra grande. Ya ha pasado.
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