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¿Ultraderecha? ¿Qué ultraderecha?

Marín, Moreno y Hernández se saludan tras aprobar en 2019 el primer presupuesto conjunto.
27 de abril de 2022 21:32 h

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Si la memoria y la coherencia tuvieran una pizca de peso en este engañoso mundo de la posverdad, a Juan Manuel Moreno Bonilla le sería complicado corretear por romerías y primeras piedras vendiendo desde su práctico atril moderación y milagros económicos. Ha gobernado Andalucía casi una legislatura gracias al apoyo de la extrema derecha devota de Le Pen, con quien pactó su investidura y tres presupuestos (no ha lugar a equívocos, basta con revisitar las fotos y la coyunda de logos); y el supuesto cúmulo de prodigios de su gestión es un mero eslogan al cotejar datos, ingresos del Estado incluidos. Sin embargo, en la era de la primacía del relato en la política, el personaje Juanma ha sabido manejar emociones y atraer simpatías con una historia muy clásica: la del libertador que representa al bien sin ambages, de gran resultado en el cultivo de su imagen personal. De tal modo que quien ha inaugurado las alianzas con Vox en España, y le ha dado carta de normalidad, es capaz ahora de presentarse como el prócer designado para frenarlo. Tal cual. Una vez más la paradoja vence al sentido común.

Hace falta poseer la fe de Abraham para comulgar con esta rueda de molino. O padecer grandes dosis de atolondramiento. O una febril obsesión maníaca hacia algunos de los personajes que pululan por la alternativa. O formar parte de la nueva clientela, que también puede ocurrir. O nada de esto, y flotar simplemente con la mente en blanco a merced de la corriente, por pereza o hartazgo de la política. El caso es que ahí están los comentarios y los titulares. En la gira por los platós posterior al vídeo editado con el que convocó oficialmente las elecciones, Moreno ha dicho que él es Macron, y Macarena Olona, Le Pen. Ajá. Juan Marín debe ser el arcángel San Miguel con su flamígera espada azul, combatiendo secretamente a Vox mediante la aviesa estrategia de fotografiarse estrechando las manos de los dirigentes ultras y encadenando firmas de acuerdos. Es sabido que la simpleza está en auge, nada extraño en esta época pandémica de guerras impredecibles; que cualquier silogismo pegadizo, por muy ramplón que sea, vale si sirve para el bote pronto; pero a mí me sigue pareciendo asaz marciano tal exhibición de incoherencias y desparpajo.  

La primera batalla está ya ganada: se han naturalizado. No desprenden olor a azufre ni portan tridente, van en plan antisistema con el ideario machista, xenófobo y confesional camuflado en su enjambre de pulseritas

El avance de la extrema derecha es una amenaza para la democracia. Sobre este anunciado hay consenso general. El problema es que nadie se reconoce como tal. He aquí la cuestión. Vox sostiene que no lo es, y sus aliados a ratos le dan la razón por la cuenta que les trae. ¿Ultraderecha? ¿Qué ultraderecha? Algunas televisiones y radios, privadas y públicas, han borrado el término de su vocabulario, igual que determinados periódicos, quienes ensayaron en un primer momento el concepto “derecha radical” con escaso éxito. En los análisis sociológicos y económicos, los especialistas advierten del riesgo de que la tendencia acelere su ascenso, avivada por el ensanche de la brecha entre los ricos y las amplias capas empobrecidas. La primera batalla está ya ganada: se han naturalizado. No desprenden olor a azufre ni portan tridente, van en plan antisistema con el ideario machista, xenófobo y confesional camuflado en su enjambre de pulseritas. En Andalucía hace tiempo que dejaron de asustar, entreverados en el mundo taurino, la caza y la exaltación de las tradiciones. E integrados plácidamente en la dinámica de gobierno. Sin alarma, sin prevención, como un coste necesario.

Una gran aportación de Moreno a la causa que polariza a Europa. Desde que se sentó en el sillón del Palacio de San Telmo, todo su afán era que a Vox se le percibiera como un partido razonable, y cubrir con una capa de sensatez la condición tramontana de los ultras, cuyos postulados cafres exponía reiteradamente como inocuos. Santiago Abascal ha comparado la coalición de gobierno en Castilla y León con un piso piloto desde el que mostrarse al resto de España. Andalucía, si se dan los números que señalan los sondeos, podría ser la primera gran promoción de bloques sobre un terreno que estaba catalogado como no edificable (históricamente de izquierdas). Ninguna dificultad en el desempeño de la presidencia de la asociación de vecinos para Juanma, el personaje, pues durante estos años, lejos de mancharse por su cercanía a Vox, como cabía esperar, ha salido con el aura de templado centrista enardecida, hasta el punto de verse en condiciones de encarnar el papel de paladín contra la extrema derecha, y que haya quien se lo compre.

Distraídos con los peligros ficticios que inventan para nosotros cada día, pocos van a caer en que la política neocon, por más que se revista de justicia social (Marín dixit), aboga por trasladar recursos públicos a los que más tienen

La temporada de campaña no es precisamente propicia para esbozar las tan invocadas ideas de largo alcance que acaben con la furia de la que se nutren los populismos. Reinan las soflamas de vuelo corto y los discursos pedagógicos se ahogan sin remedio en los 140 caracteres. Distraídos con los peligros ficticios que inventan para nosotros cada día, pocos van a caer en que la política neocon, por más que se revista de justicia social (Marín dixit), aboga por trasladar recursos públicos a los que más tienen, como hemos vistos con las derivaciones a la sanidad privada y las subvenciones minúsculas a alumnos pobres y rebajas fiscales para rentas de 100.000 euros. Andalucía no es Castilla y León, su población es mayor que 13 países europeos (ocho millones y medios de habitantes); ni tampoco Madrid, que dobla su riqueza per cápita. Sin el llamado colchón social (salud y educación públicas, comedores escolares, universidad gratis y un largo etcétera) muchos que ahora alcanzan a trompicones el fin de mes dejarán de hacerlo. Esa sería la realidad de gobernar con la ultraderecha, la que no existe o es un fenómeno extranjero. Esa sería la realidad del experimento de Abascal con su barriada piloto.

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