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Rasguños en piedra de flamenco y carnaval

Placas de Cádiz.

Enrique Alcina

Espuma blanca en la cresta de la ola. Un día cualquiera de Levante convida al visitante a abandonarse a su suerte por los callejones del arte de Cádiz, allá donde se acuestan los albores del flamenco y ronean las coplas de Carnaval. Impar oportunidad de echar un vistazo glorioso a las paredes en sendos barrios señeros, contiguos pero alejados de las mundanales rutas turísticas. Santa María y La Viña, que tanto montan en la agridulce fiesta a viva voz de la trimilenaria ciudad de la luz y las sombras, guardan muchas cosas que cantar al curioso explorador. ¡Una foto!

Devotos de los cantes de ida y vuelta, del Nazareno Greñúo y de la estrechez, los vecinos de Santa María estrenan historias a la par que comparten camino con gente nueva que mira y escucha por vez primera. En esta casa de cal y canto nació Enrique el Mellizo, y en aquella, Chano Lobato. Boquerones por alegrías, siglo XV de reconversiones navales, en esta calle se inventó la siesta.

Los azulejos del barrio relatan la azarosa vida de las voces más expresivas. La Perla de Cádiz, Aurelio Sellé, los Gitanillos de Cai, la Niña del Columpio, Luisa Butrón, Macandé y otros muchos.

Enrique, matarife del dolor y placer colectivo, y Chano, genio del garrotín hablado, vivieron aquí y murieron en Sevilla, ambos dos, como casas de contrataciones y leyendas del alma andaluza. El Mellizo acuñó las soleares, nadie como él navegaba por tientos. Lobato cantaba por los codos, por bulerías y por tangos, hasta enamorar.

Aquí también nació Seña Gabriela, bailaora y madre de Rafael, Fernando y Joselito el Gallo, los gallos de pelea más chulitos de la época. Dicen que fue Rafael quien, una noche de juerga en un tugurio de lujo en París, se encaramó en lo alto de la mesa y exclamó: “¡Yo me voy a cagá en lo muerto de tó lo extranjero que hay aquí!”.

Amén de rotular su amor por los creadores y difusores del flamenco, Santa María también recuerda a los suyos en vida, de ahí los guiños de pasión por hijos de la música moderna, El Barrio y Antonio Martínez Ares, que no pueden ocultar sus raíces flamencas, el peculiar hombre del sombrero, y carnavalescas, el autor de comparsas célebres.

Prohibido jugar a la pelota en la plaza. Una gaditana de colores pregunta desde el celular: “Oye, ¿tú sigues sin guasap?” Allí vivió Rebujina, matador de toros, y allí, Juan José Villegas El Loco. Por no hablar de Juan Doblones, guitarrista de prestigio. Concisos y claros, como los jilgueros de la calle Sopranis, conviven los azules mensajes de amor propio y tradición con la modernidad de paso. ¡Una foto! Los guiris disparan al cielo como si fuera la última vez, rasguñan las piedras, y en la acera de junto despachan menús del día para llevar, take away, y dos músicos ambulantes rumanos destrozan el Bésame Mucho por enésima vez, kiss me too much, Georgescu. Hay Lotería de Navidad, arroz a la marinera y carne en salsa.

Oh, Cádiz, la ciudad de las tres mil placas, aficionada a dejar en la puerta sus vanidades y sus agradecimientos. Como todavía hay clases, el carrusel de conmemoraciones brinda un desfile variado de placas suntuosas, placas mohosas, señales de coquetería, cariño y orfebrería, cerámicas de recuerdos celestes, placas de gente de dinero y azulejos de arte por mera necesidad. Hoy gusta más una verdad sencilla que un alarde. Ha derivado el rito de las placas autoritarias, o profundamente históricas, al sentido aplauso a los artistas, aristócratas del barrio.

Al otro lado del mar, La Caleta es plata quieta. Virgen de las Penas, calle La Palma, aquellos duros antiguos que tanto en Cádiz dieron que hablar. La Viña, mundo aparte dentro de otro mundo aparte, reino de la infravivienda y también de la rehabilitación, lo mismito que Santa María, pero a ritmo de tres por cuatro, menos solemne, más graciosa en sus ademanes y en sus versos, ofrece pruebas escritas de su ingenio cantado. Letras con acuse de recibo del coro Los Anticuarios, de 1905, del Tío de la Tiza, o de la chirigota Los Gorilas, de Fletilla, año 59.

Pueden frenar en seco en la placa que delimita el lugar exacto donde el Maremoto de 1755 dijo “hasta aquí hemos llegado”, milagro con nombre de mujer, y luego, continuar la fiesta a través de las coplas de mostrador y casapuerta mientras que la Petróleo vende sus cupones de felicidad clandestina. Los camareros de la UE salen al quite. Suenan Las Quince Piedras de Enrique Villegas, comparsa muy flamenca, por cierto. Sueltan rimas verdes los chirigoteros del Crimen del Mes de Mayo, en comunión con el sonido imperante, las fichas de dominó en la peña El Molondro. Si no entiende ni papa, pase, allí le informarán sobre el genuino humor con denominación de origen.

Paco Alba, dios del Carnaval, permanece vivo a bordo del pasodoble del Vapor de El Puerto, “viene a esta tierra un barquito”, himno oficial, romance oral de autoafirmación. Del mismo modo que la letrilla del coro La Fantasía, “gaditana, rosita temprana”, se interpreta como declaración de amor por antonomasia, por idiosincrasia de la gracia de Cádiz. En Cádiz no hay gracia, sino ángel.

Hablan las paredes de platillos volantes o submarinos amarillos, más allá de nuestras mentes diminutas, y te encuentras con Manolo Santander, autor de la chirigota que firmó el himno esta vez oficioso pero directo al corazón del Cádiz, “me han dicho que el amarillo …”. A modo de sentencia ilustrativa del orgullo y sentimiento de un barrio suspendido en el viento que canta por no llorar, epicentro del Carnaval callejero en febrero, las caballas en verano y el olvido el resto del año, Manolo saluda de esta guisa: “Hombre, cuánto tiempo, ¿qué haces por aquí, has traído el pasaporte?”.

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